Noticias como el “reality” macabro en que se ha convertido el asesinato programado de Eluana, la obstinación cínica del jesuita Masiá, o la avalancha de progresismo gay que cobra un nuevo país en Suecia, son capaces de amargarle la vida a cualquiera.
A ellas hay que sumar otras, que no paran: baja en la natalidad en el primer mundo; natalidad alta e irresponsable en buena parte del tercer mundo; crisis económica mundial; científicos jugando a ser Dios con embriones humanos; extensión de un socialismo cutre por Sur América; avance de sectas protestantes y empantanamiento de las conversaciones con Comunidades de larga historia; y si faltaran novedades, también un obispo que niega la Shoa.
Esas listas de calamidades no son demasiado difíciles de hacer. De hecho, es interesante comprobar que los motivos de alarma, desilusión y justificada ira realmente no han faltado a lo largo de los siglos. Del espectáculo grotesco del paganismo romano, a la dureza de las persecuciones; del dolor de los mártires al dolor de ver también apostasías y herejías. No se secaba la sangre en el circo y ya había disputas internas por privilegios y puestos en una Iglesia que pronto aprendió a adormecerse en la mediocridad. La admiración por la santidad de los Padres del Desierto se confundió prácticamente con la extrañeza de ver tantas y tan fuertes herejías, capaces de viviseccionar el Imperio.
Vino la grandeza de los grandes Concilios y el pánico ante las invasiones bárbaras. La tranquilidad del monasterio corrió pareja con los escándalos propios de un clero en su mayoría corrupto, adicto a concubinas, incapaz de predicar el Reino de los Cielos siendo tan apegado a los bienes de la tierra. Como para que no olvidáramos esa época estalló el gran cisma con Oriente. Es verdad que surgieron luego Ordenes Religiosas llenas de heroísmo y entusiasmo, pero la molicie y el amor de privilegios acamparon a menudo en las curias de modo que vino el cisma de Occidente, y luego esa pendiente tortuosa hasta ver el estallido de la rebelión por boca de los que se llamaron “Reforma.” ¿Qué podía seguirse de allí sino guerras de religión, es decir, la perfecta excusa para que masones y enemigos todos de la Iglesia unieron su fétido aliento en alabanzas de una racionalidad huérfana y altiva a la vez?
Siglos de heroísmo se siguieron, en los que no poco gloria cupo a la Orden fundada por San Ignacio. Mas en parte para ruina suya, porque tanto poder sobre la sociedad hizo adictos a la relevancia social a muchos de los hijos espirituales del santo de Loyola. Afanosos luego por buscar una aprobación mundana, ya les vemos solícitos de congraciarse con los enemigos de la fe, como si la disolución del Evangelio tuviera algo que ver con esparcir la semilla o dar sabor y levadura a la masa.
Y entretanto, la sabiduría del Concilio Vaticano II yace mal sepultada bajo matorrales de discusiones, y sobre todo, bajo el escándalo de los que han querido verlo como si fuera un grito en contra de 20 siglos, y no la voz misma que viene de todos ellos.
Esto que presento no merece el título de esbozo, pero sí habla del misterioso paralelo entre miseria y misericordia. Y obliga, como obligó a san Agustín, a referir a la Iglesia el texto del salmo: “Cuánta guerra me han hecho desde mi juventud…”