Tarea sublime
Es ya hora, amadísimos hijos, de hablar a ustedes, todos cuantos trabajan en la viña del Señor, a cuyo celo, juntamente con la propagación de la verdad cristiana, está encomendada la salvación de innumerables almas.
Sea lo primero, y como base de todo, procurar formarse cabal concepto de la sublimidad de la misión recibida, que debe absorber todas sus energías.
Misión verdaderamente divina, cuya esfera de acción se remonta muy por encima de todas las mezquindades de los intereses humanos, ya que el fin que ustedes buscan es llevar la luz a los pueblos sumidos en sombras de muerte y abrir la senda de la vida a quienes de otra suerte se despeñarían en la ruina.
Evitar nacionalismos
Convencidos en el alma de que a cada uno se dirigía el Señor cuando dijo: “Olvida tu pueblo y la casa de tu padre” (Sal 45,11), recuerden todos los misioneros que su vocación no es dilatar fronteras de imperios humanos, sino las del reinado de Cristo; ni el propósito es agregar ciudadanos a ninguna patria de aquí abajo, sino a la patria de arriba.
Supongamos que entren en la conducta del misionero elementos humanos, y que, en lugar de verse en él sólo al apóstol, se trasluzca también al agente de intereses patrios. Inmediatamente su trabajo se haría sospechoso a la gente, que fácilmente podría ser arrastrada al convencimiento de ser la religión cristiana propia de una determinada nación y, por lo mismo, de que el abrazarla sería renunciar a sus derechos nacionales para someterse a tutelas extranjeras.
He tenido honda amargura por ciertos rumores y comentarios que, en cuestión de Misiones, van esparciéndose de unos años a esta parte, por los que se ve que algunos relegan a segundo término la dilatación de la Iglesia, relegándola detrás de miras nacionalistas; a mí me admira que no se den cuenta lo mucho que su conducta predispone las voluntades de los no creyentes contra la religión.
No obrará así quien se precie de ser lo que su nombre de misionero católico significa, pues este tal, teniendo siempre ante los ojos que su misión es embajada de Jesucristo y no legación de país alguno, se conducirá de modo que cualquiera que examine su proceder, al punto reconozca en él al ministro de una religión que, sin exclusivismos de fronteras, abraza a todos los hombres que adoran a Dios en verdad y en espíritu, “donde no hay distinción de gentil y judío, de circuncisión e incircuncisión, de bárbaro y escita, de siervo y libre, porque Cristo lo es todo en todos” (Col 3,11).
Vivir pobremente
El segundo escollo que debe evitarse con sumo cuidado es el de tener otras miras que no sean las del provecho espiritual. La evidencia de este mal nos ahorra el detenernos mucho en aclararlo. En efecto, a quien está poseído de la codicia le será imposible que procure, como es su deber, mirar únicamente por la gloria divina; imposible que en la obra de la glorificación de Dios y salud de las almas se halle dispuesto a perder sus bienes y aun la misma vida, cuando así lo reclame la caridad.
El buen misionero debe, pues, con todo empeño seguir también en este punto las huellas del Apóstol de las Gentes, quien, si no duda en escribir a Timoteo: “Estamos contentos, con tal de tener lo suficiente para nuestro sustento y vestido” (1 Tim 6,8), en la práctica avanzó todavía tanto en su afán de aparecer desinteresado que, aun en medio de los gravísimos cuidados de su apostolado, quiso ganarse el mantenimiento con el trabajo de sus propias manos.
Preparación intelectual y técnica
Tampoco debe descuidarse la diligente preparación que exige la vida del misionero, por más que pueda parecer a alguno que no hay por qué atesorar tanto caudal de ciencia para evangelizar pueblos desprovistos aun de la más elemental cultura. No puede dudarse, es verdad, que, en orden a salvar almas, prevalecen los medios sobrenaturales de la virtud sobre los de la ciencia; pero también es cierto que quien no esté provisto de un buen caudal de doctrina se encontrará muchas veces deficiente para desempeñar con fruto su ministerio.
Cuántas veces, sin poder recurrir a los libros ni a los sabios, de quienes poder aconsejarse, se verá en la precisión de contestar a muchas dificultades en materia de religión y a consultas muy difíciles. Está claro que, en estos casos, la reputación social del misionero depende de mostrarse docto e instruido, y más si se trata de pueblos que se glorían de progreso y cultura; sería muy poco decoroso quedar entonces los maestros de la verdad a la zaga de los ministros del error. Conviene, pues, que los aspirantes al sacerdocio que se sientan con vocación misionera, mientras se forman para ser útiles en estas expediciones apostólicas, se hagan con todo el acopio de conocimientos sagrados y profanos que las distintas situaciones del misionero reclamen.
Estudio de las lenguas indígenas
Y ante todo, sea el primer estudio, como es natural, el de la lengua que hablan sus futuros misionados. No debe bastar un conocimiento elemental de ella, sino que se debe llegar a dominarla y manejarla con destreza; porque el misionero ha de consagrarse a los doctos lo mismo que a los ignorantes, y no desconoce cuán fácilmente, quien maneja bien el idioma, puede captar los ánimos de los naturales.
Misionero que se precie de diligente en el cumplimiento de su deber no deja completamente en manos de catequistas la explicación de la doctrina, que considera como una de sus principales ocupaciones, toda vez que para eso, para predicar el Evangelio, ha sido enviado por Dios a las Misiones.
Además, han de ocurrirle casos por su ministerio de apóstol y de intérprete de religión tan santa, en los que, por invitación o por cortesía, se verá obligado a tener que tratar con los hombres de autoridad y letras de la Misión, y entonces, ¿de qué manera conservará su dignidad si, por ignorancia de la lengua, se ve incapaz de expresar sus sentimientos?
Santidad de vida
Pero quienes deseen hacerse aptos para el apostolado tienen que concentrar necesariamente sus energías en lo que antes hemos indicado, y que es de suma importancia y trascendencia, a saber: la santidad de la vida. Porque ha de ser hombre de Dios quien a Dios tiene que predicar, como ha de huir del pecado quien a los demás exhorta que lo detesten.
De una manera especial tiene esto explicación tratándose de quien ha de vivir entre gentiles, que se guían más por lo que ven que por la razón, y para quienes el ejemplo de la vida, en punto a convertirles a la fe, es más elocuente que las palabras.
Supóngase un misionero que, a las más bellas prendas de inteligencia y carácter, haya unido una formación tan vasta como culta y un trato de gentes exquisito; si a tales dotes personales no acompaña una vida irreprochable, poca o ninguna eficacia tendrá para la conversión de los pueblos, y aun puede ser un obstáculo para sí y para los demás.
El misionero deber ser dechado de todos por su humildad, obediencia, pureza de costumbres, señalándose sobre todo por su piedad y por su espíritu de unión y continuo trato con Dios, de quien ha de procurar a menudo recabar el éxito de sus negocios espirituales, convencido de que la medida de la gracia y ayuda divina en sus empresas corresponderá al grado de su unión con Dios.
Para él es aquel consejo de San Pablo: “Revestíos como escogidos que sois de Dios, santos y amados; revestíos de entrañas de compasión, de benignidad, de modestia, de paciencia” (Col 3,12). Con el auxilio de estas virtudes caerán todos los estorbos y quedará llana y patente a la Verdad la entrada en los corazones de los hombres; porque no hay ninguna voluntad tan contumaz que pueda resistirles fácilmente.
Caridad y mansedumbre
El misionero que, lleno de caridad, a ejemplo de Jesucristo, trata de acrecentar el número de los hijos de Dios, aun con los paganos más perdidos, ya que también éstos se rescataron con el precio de la misma sangre divina, ha de evitar lo mismo el irritarse ante su agresividad como el dejarse impresionar por la degradación de sus costumbres; sin despreciarlos ni cansarse de ellos, sin tratarlos con dureza ni aspereza, antes bien ingeniándose con cuantos medios la mansedumbre cristiana pone a su alcance, para irlos atrayendo suavemente hacia el regazo de Jesús, su Buen Pastor.
Medite a este propósito aquello de la Sagrada Escritura: “¡Oh cuán benigno y suave es, Señor, tu espíritu en todas las cosas! De aquí es que los que andan perdidos, tú les castigas poco a poco; y les amonestas y les hablas de las faltas que cometen para que, dejada la malicia, crean en ti, oh Señor… Pero como tú eres el soberano Señor de todo, juzgas sin pasión y nos gobiernas con moderación suma” (Sab 12,1-2; 12,18).
Porque ¿qué dificultad, molestia o peligro puede haber capaz de detener en el camino comenzado al embajador de Jesucristo? Ninguno, ciertamente; ya que, agradecidísimo para con Dios por haberse dignado escogerle para tan sublime empresa, sabrá soportar y aun abrazar con heroica magnanimidad todas las contrariedades, asperezas, sufrimientos, fatigas, calumnias, indigencias, hambres y hasta la misma muerte, con tal de arrancar una sola alma de las fauces del infierno.
Confianza en Dios
Con esta disposición y estos alientos siga el misionero tras las huellas de Cristo y de sus apóstoles, henchida, sí, el alma de esperanza, pero convencido también de que su confianza ha de estribar solamente en Dios.
La propagación de la sabiduría cristiana, lo repetimos, es toda ella obra exclusiva de Dios; pues a sólo Dios pertenece el penetrar en el corazón para derramar allí sobre la inteligencia la luz de la ilustración divina y para enardecer la voluntad con los estímulos de las virtudes, a la vez que prestar al hombre las fuerzas sobrenaturales con las que pueda corresponder y efectuar lo que por la luz divina comprendió ser bueno y verdadero.
De donde se deduce que si el Señor no auxilia con su gracia a su misionero, quedará éste condenado a la esterilidad. Sin embargo, no ha de dejar de trabajar con ahínco en lo comenzado, confiado en que la divina gracia estará siempre a merced de quien acuda a la oración.
Exhortación especial a las misioneras
Al llegar a este punto, no debemos pasar en silencio a las mujeres que, ya desde la cuna misma del cristianismo, aparecen prestando grandísima ayuda y apoyo a los misioneros en su labor apostólica. Sean nuestras mayores alabanzas en loor de esas vírgenes consagradas al Señor que, en tanto número, sirven a las Misiones, dedicadas a la educación de la niñez y al servicio de innumerables instituciones de caridad. Quisiéramos que esta nuestra recomendación de su labor loable sirviese para infundirles nuevos ánimos en obra de tanta gloria de la Iglesia. Estén bien convencidas todas de que el fruto de su ministerio corresponderá a la medida del grado de su entrega a la perfección.
[Benedicto XV. Traducción de un fragmento de su Carta Apostólica Maximum Illud, Sobre la Propagación de la Fe Católica (nn. 40-43.46-50.52-57.59-61.64-77)].