Si no hay duda alguna de que Jesús poseía un verdadero Cuerpo humano, dotado de todos los sentimientos que le son propios, entre los que predomina el amor, también es igualmente verdad que El estuvo provisto de un corazón físico, en todo semejante al nuestro, puesto que, sin esta parte tan noble del cuerpo, no puede haber vida humana, ni afectos humanos.
No hay duda de que el Corazón de Cristo, unido hipostáticamente a la Persona divina del Verbo, palpitó de amor y de todo otro afecto sensible; sus sentimientos, sin embargo, estaban tan conformes y tan en armonía con su voluntad de hombre esencialmente plena de caridad divina, y con el mismo amor divino que el Hijo tiene en común con el Padre y el Espíritu Santo, que entre estos tres amores jamás hubo falta de acuerdo y armonía.
A menos que uno reflexione bajo la luz que emana de la unión hipostática y sustancial, y bajo la luz que procede de la Redención del hombre, que complementa la anterior, podría parecer a algunos escándalo y necedad el hecho de que el Verbo de Dios tomara una verdadera y perfecta naturaleza humana y se plasmara y aun, en cierto modo, se modelara un corazón de carne que, no menos que el nuestro, fuese capaz de sufrir y de ser herido.
Pero, en perfecta concordia con la Sagrada Escritura, el Credo, y también otros Símbolos de la Fe, nos aseguran que el Hijo Unigénito de Dios tomó una naturaleza humana capaz de padecer y morir, principalmente por una razón: el Sacrificio de la cruz, donde El deseaba ofrecer el sacrificio que completa la obra de la salvación de los hombres.
[Pío XII. Adaptación del n. 12 de su Encíclica Haurietis Aquas]