139.1. El mundo hace sus propios ayunos y sus propias penitencias pero no por Dios. Es dura ofensa a la majestad y sobre todo a la misericordia divina, ver que lo que no se hace por la conversión del corazón, ni tampoco se hace por amor al prójimo, ni tampoco se hace por gratitud y alabanza al Creador de todos, eso sí se hace por lograr más dinero, por alcanzar más poder o por disfrutar de un placer más intenso.
139.2. Tantos esfuerzos motivados sólo por el egoísmo agotan los recursos con los que el mundo podría ser transformado sobre todo en beneficio de los más pobres. La falta de generosidad de esos corazones que han recibido tanto pero que sólo tienen ojos para sus intereses va haciendo de la obra de Dios un horrendo monumento al odio, la inconsciencia y la crueldad.
139.3. Levanta los ojos de tu mente, hermano, y mira el ritmo frenético, casi obsesivo, de los que buscan ensanchar aún más sus arcas. Escucha el jadeo de los que hacen puntualmente sus ejercicios corporales para alcanzar una silueta perfecta a ojos de los hombres. Todos ellos y muchos más se esfuerzan y ahí sí son capaces de vencerse a sí mismos, aunque cuando se les predica de conversión y de poner de su parte dicen que nada pueden y que servir a Dios es demasiado duro. ¡Oh espectáculo tristísimo de la raza de Adán, tan dispuesta a servir a las voces del lucro y del deleite, tan sorda y negligente a la voz de Dios!
139.4. Te pido, en el Nombre Santísimo de Nuestro Señor Jesucristo, que nunca apartes de tus ojos ese cuadro que acabo de presentarte, cuyos detalles he omitido porque tú los conoces: tú sabes bien de qué hablo. No dejes de mirar el ritmo desaforado de trabajo de los que aguzan su inteligencia hasta alta horas de la noche buscando un poco más de placer, o unos centavos más de ganancia. Mira a esos atletas que llevan hasta el límite sus cuerpos por la gloria de una medalla y de un aplauso de hombres. ¡Míralos, míralos, te digo en el Nombre de Jesucristo! Míralos, y saca de allí la generosidad que no tienes y el celo apostólico que te hace falta.
139.5. Hacer penitencia, como algunos la hacen, por buscar la perfección del alma, fácilmente puede estar motivado por una variación del mismo amor egoísta y vanidoso que a otros lleva a los gimnasios. La penitencia y la mortificación son valiosas, pero su precio nace del amor de donde nazcan. A ese hombre que maltrata su cuerpo obligándole a trabajar doce o más horas al día le podrías llamar un “penitente,” pero su causa y su amor es el lucro. Luego se abstiene de comer muchas cosas que le gustan, porque quiere ser esbelto y atractivo. Todo eso es “penitencia,” pero no tiene amor a Dios ni amor al prójimo. Quien se sienta llamado a hacer penitencia ha de purificar muy bien su intención, de modo que no repita dentro del ámbito de la Iglesia lo que sucede en el mundo.
139.6. De aquí el valor inmenso de esas pequeñas y amorosas renuncias. Por su tamaño, poco halagan la vanidad espiritual; por su proporción, son invisibles a ojos y aplausos de la gente; por el momento en que se hacen, difícilmente despiertan la soberbia del que se siente en un gran empeño. Y sin embargo, si están llenas de amor, son perlas en los Cielos. Si se hacen con caridad y abnegación disponen el alma para estar siempre abierta al dolor de los hermanos. Realizadas muchas veces al día, estas pequeñas penitencias sostienen el fuego del amor en el alma y van conformando un ejército de hombres y mujeres incondicionales al querer de nuestro amado Jesucristo.
139.7. Vive, pues, y predica este género de mortificación, y para no olvidarla, vuelve a menudo tus ojos al desaforado ritmo del mundo. Dios te ama; su amor es eterno.