121.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
121.2. Hay quienes no saben cambiar sin destruir. Deberían aprender de los árboles. Un árbol no destruye su raíz para hacer más vistosas las hojas, o más perfumadas las flores o más sabrosos los frutos. Un árbol tampoco entierra sus flores para que sufran lo que ha sufrido la raíz, ni sepulta las hojas esperando que se vuelvan tronco. Un árbol crece y se hace distinto sin hacerse otro.
121.3. En la Iglesia de tu tiempo hay personas que quieren que nada cambie y personas que quieren que la verdad sea deformada, ocultada o burlada. Duras tensiones sufre y sufrirá la Iglesia peregrina, pero esto no debe desanimarte. Ten en cuenta que ningún ser humano de quienes viven hoy sobre la tierra conoce la “versión definitiva” de la Iglesia.
121.4. Hay demasiada presunción cuando se habla de la Iglesia; este es un pecado en el que tú has caído, y que junto a ti y lo mismo que tú muchos otros han cometido. Habláis como si os hubiera sido revelada la versión última y perfecta de la Iglesia, y por ello sois duros con los que no comparten vuestra visión de las cosas. Ni cada uno por su parte, ni las versiones sumadas o compuestas de vuestras versiones acertarían plenamente en la visión de Dios.
121.5. Un modo saludable de empezar a despojarte de esa presunción es descubrir que la Iglesia no es tuya, sino tú de Ella. El problema está en que el corazón humano, herido por el egoísmo y la soberbia sólo se preocupa con ardor por aquello que posee, y por eso no sabe interesarse sin adueñarse. Cuando este esquema se le aplica a la Iglesia se le hace muchísimo daño, porque Ella no es para uso de nadie, no es instrumento para ninguna meta posterior o superior, no es un recurso para lograr ningún objetivo. Su única meta es la gloria de Dios en el anuncio y el camino hacia el Reino de Dios. Pero el Reino no es exterior a Ella, sino el desarrollo pleno, en virtud de la fuerza de la caridad divina, de todo aquello que de modo embrionario y procesual vive y palpita en Ella.
121.6. La Iglesia no existe para que el mundo sea mejor, aunque es verdad que la Iglesia hace mejor el mundo, también en su condición temporal. La Iglesia no existe para resolver ningún problema de esta tierra, aunque es cierto que su presencia ofrece muchas veces caminos providenciales de solución para multitud de cuestiones y dolencias de los hombres. La Iglesia no existe para ser evaluada, autorizada, reconocida, aplaudida o apoyada por nadie en particular, por ninguna instancia humana singular o por la humanidad entera, si se le pudiera consultar su opinión, aunque es verdad que en algunos momentos de su historia puede ser alabada y honrada, y en sí mismo ello es justo y bueno.
121.7. La mejor manera de entender a la Iglesia en su ministerio es volviendo los ojos al ministerio de Jesús en esta tierra. ¿Curó Cristo la ceguera, de modo tal que ya no hubiera más ciegos? No. Curó algunos ciegos, en virtud de su misericordia por ellos, por la fuerza de la fe que Él mismo, en últimas, les concedía, y sobre todo, como señales del advenimiento del Reino de Dios. Cristo es la Señal y el Instrumento, y por eso se le ha llamado, el Sacramento de la Salvación del mundo. Así también la Iglesia está llamada a dar señales que apuntan hacia el Reino, y a convertirse Ella misma en signo elocuente de la potencia, la sabiduría y la misericordia del Reino definitivo.
121.8 Grave equivocación, entonces, la de aquellos que pretenden erradicar de la faz de la tierra tal o cual problema. Lo malo no está en el verbo “erradicar,” pues es cierto que Dios ni quiere ni puede querer mal alguno para sus creaturas; lo malo está en pretender esa erradicación a espaldas de otros bienes aún mayores que el triunfo sobre un mal particular. Desde luego que el mal es malo, pero no hace automáticamente buenos los actos que pretenden vencer a este o aquel mal.
121.9. Te repito: la humanidad de Jesucristo te da la medida. Él hubiera podido vivir 80 ó 100 ó 150 años sobre la tierra y dedicar cada año a exterminar los males y lacras del mundo, por lo menos en lo que atañe al cuerpo: un año para recorrer las tierras y sanar a todos los cojos, otro, para los ciegos, otro para los sordos, y así sucesivamente. ¿Pero y qué de los corazones humanos, volubles, traidores, adúlteros, y sin embargo tan capaces de amor cuando la luz de la redención amanece en ellos? La obra en los corazones no es asunto de una técnica de imposición de manos o un modo de acumular fuerzas psíquicas, eso lo sabes tú muy bien. La obra en los corazones tenía que apuntar hacia el misterio de la Cruz, porque sólo en el amor que padece se hace perfecta la revelación del amor que obra. Como una consecuencia necesaria de este elección por el amor que padece, o amor paciente, Jesucristo dejó muchos ciegos, cojos y sordos sin curar. Es que la cojera no es el peor de los males y por eso la sanación de la cojera —lo mismo que tantos otros bienes intramundanos parciales— no es el máximo bien, ni por tanto el bien que hay que buscar a toda costa.
121.10. Esos bienes buscados “a toda costa” suelen ser ocasión más para la gloria humana que para la gloria divina. Y por ello en los afanes de construir un Reino para Dios se olvida el Reino de Dios. Ya se trate de apoteósicas arquitecturas, de majestuosos razonamientos o de grandes cruzadas sociales, si el criterio no está en el amor que lleva a la Cruz de Cristo, como el Evangelio te la presenta y como Nuestro Señor la padeció, ahí no hay más que epifanía de las grandezas humanas. ¡Y son tan pequeñas esas “grandezas,” ante la sencilla pero potente manifestación del amor de la Cruz!
121.11. Tu mirada, en la Cruz, y en ella tu corazón. Lo que no haya pasado por la Cruz y el sepulcro, no resucitará.
121.12. Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.