Jesús y el Límite del Perdón:
(Mt 18, 21-35)
Veamos hasta dónde necesitamos perdonar, cuál es el límite. Ya sabemos que es preciso perdonar. Pues, como dice un proverbio árabe: “el hombre que perdona se parece al incienso que embalsama el fuego que le consume”. Perdonar es complicado, porque no siempre somos conscientes de toda la rabia, la amargura y el resentimiento que se ha acumulado en nuestro corazón. Pero, se sabe también que el resentimiento produce efectos nocivos. El estrés causado por el resentimiento ataca el sistema inmunológico. Entre las mejores ayudas contra esos efectos nocivos algunos médicos recomiendan la práctica habitual, diaria del perdón. Para descubrir cuál es el límite de entrega de nuestro perdón les invito a encontrarnos con detenimiento con una parábola que nos propone Jesús en el llamado sermón de la comunidad.
El límite del perdón: En cuanto al límite de nuestro perdón los rabinos, con fundamento en las Escrituras decían que se podía llegar a perdonar hasta tres veces. Pedro, en su experiencia al lado de Jesús, creía que se debía perdonar siete veces. Jesús, en su escuela, propone un perdón sin medida, siempre. Así se desprende del diálogo que se da entre Pedro y Jesús en relación con el perdón de las ofensas. Dice el evangelista que Pedro, dialogando con Jesús: “se acercó y le dijo: ‘Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga?¿hasta siete veces?’ Jesús le dijo: ‘no te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18,21-22). Después de esta enseñanza añadió una parábola que trata sobre la actitud de perdón continuo y de corazón, específica de los miembros de toda comunidad cristiana.
Parábola del siervo despiadado: Pedro ha preguntado a Jesús el límite del perdón y hace su propuesta inquietante: “¿siete veces?”, porque la paciencia tiene un límite. Jesús, como de costumbre, le responde con una parábola (Mt 18,21-35), que es la mejor explicación al Padre nuestro cuando dice: “perdona nuestra ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. La parábola describe las relaciones del hombre con Dios y de los hombres entre sí mismos. Es un drama en tres actos y los protagonistas son un rey y sus siervos. Primer acto: el rey llama a cuentas a sus siervos y le presentan uno con una deuda astronómica, imposible de pagar: le debía 10.000 talentos, equivalentes a cien millones de denarios; el denario era el sueldo diario de un trabajador. Ni trabajando muchos años, ni vendiéndolo con toda su familia, hubiera podido pagar: es un deudor insolvente. El rey tuvo compasión y le perdonó toda la deuda. Segundo acto: el siervo perdonado se encuentra con un compañero que le debe una suma irrisoria: cien denarios. Con un poco de paciencia pagaría y todo quedaría resuelto. Sin acceder a ninguna prórroga, rompe su relación con el compañero, y le hace meter en la cárcel. Tercer acto: nuevamente el rey y el siervo insolvente. El rey condena al siervo despiadado, por no tener compasión con su compañero, habiendo sido él perdonado completamente de una deuda impagable. Contrastan las actitudes del rey perdonando y del siervo cruel, condenando despiadadamente a su compañero. La experiencia del amor misericordioso del rey para nada le sirvió. Cada uno somos responsables de la manera de compartir fraternalmente el perdón recibido del Padre.
Somos deudores insolventes: Nosotros, al ofender, acumulamos sobre nosotros una deuda con Dios colosal, impagable. La decisión del rey de querer vender al hombre, a su esposa, sus hijos y sus bienes, quiere subrayar la desesperada situación del deudor. Este se convierte en un deudor insolvente. Solo Dios es la única salida. El, grande en misericordia, nos perdona gratuitamente nuestra deuda cuando llegamos arrepentidos a su presencia. La actitud del perdonado debe ser perdonar. Por eso, el cristiano, perdonado siempre, debe perdonar siempre. Pero, en la parábola se agrava la situación del deudor cruel con su actitud personal de corazón duro, terriblemente vengativo. Este siervo no se da cuenta de todo lo que pierde por no perdonarle a su compañero una deuda tan pequeña e insignificante. Más adelante se dará cuenta de los estragos que produce su rencor, su violencia, su odio. Esos estragos llegan a todos los campos de su persona: el económico, mental, familiar, social, físico y espiritual.
Nuestra experiencia: Unas veces soy el siervo cruel, otra el consiervo, y debo ser siempre como el rey. La convivencia comunitaria crea roces, ofensas, daños. Unas veces no nos ofenden realmente, otras somos suspicaces, o muy sensibles. Otras, sin querer o queriendo, nos herimos, nos ofendemos realmente. Y nos cuesta perdonar de corazón, ya sea las ofensas grandes, o las de cada día. Utilizamos en el perdón dos clases de medidas: que Dios nos perdone siempre, pero yo no siempre. Lo que yo hago a los demás nunca es grande, siempre tiene excusas, nunca es para tanto. Lo que los otros me hacen, eso siempre es grave, imperdonable, sin excusas. Además, nos cansamos de perdonar. De ahí la importancia de estar muy unidos con el Padre celestial que nos ayuda a ser misericordiosos como Él, a perdonar siempre.
Perdónanos…como nosotros perdonamos: La parábola nos enseña la inaudita magnanimidad del Padre. El ofrece la gracia de su perdón totalmente gratuito y tan magnánimamente que el hombre ni siquiera puede sospechar. Pero este perdón no lo puede recibir quien no está dispuesto a perdonar a su hermano con generosidad. Además, quien vive continuamente envuelto en la misericordia de Dios, no puede ser duro y sin piedad con sus hermanos cuando le han hecho algún daño o le deben algo.
El versículo comienza con una petición de ese perdón gratuito que da el Señor y que debe cambiar la forma de vivir nuestras relaciones. Le decimos al Señor: “Perdónanos”. El “como nosotros perdonamos a quienes nos han ofendido” es una petición de los cristianos que hemos tenido la experiencia del perdón de Dios en nuestra vida y, por ello, queremos manifestar que vivimos en la lógica de la gracia. Nos ponemos en la misma longitud de onda que el Señor. En realidad esta petición del Padrenuestro es una petición de conversión, de colocarnos en armonía y en coherencia con su amor. Al perdonar “a los que nos ofenden” manifestamos que estamos en el circuito de la gratuidad del amor del Señor.
Rehusar perdonar al hermano es bloquear el movimiento del amor y del perdón del Señor. Impedimos que su vida circule y se difunda en el mundo a través de nosotros, de nuestros actos. Bloqueamos el circuito del amor de Dios que debe salvar al mundo. Lo afirma el evangelista Mateo: “Porque si ustedes perdonan a los hombres sus ofensas, también el Padre celestial les perdonará a ustedes; pero si no perdonan a los hombres, tampoco el Padre les perdonará sus faltas” (Mt 6,14-15).
Sean misericordiososA lo largo de la historia de la salvación, el pueblo bíblico fue purificando su concepción del perdón entre los hombres, valiéndose de su experiencia del perdón que recibía de Dios. La misma ley del Talión representaba una evolución positiva respecto a las prácticas corrientes de los pueblos vecinos, pues imponía límites a la escalada de la venganza: ¡Ojo por ojo y diente por diente! ¡Pero no más!
Jesús, en cambio, con su proceder y su enseñanza sobre el perdón, es una revelación de la misericordia del Padre, que revoluciona los fundamentos, la finalidad de las relaciones humanas y trasciende nuestra concepción del perdón: “Amen a sus enemigos y oren por los que les persiguen y calumnian. Sean misericordiosos como el Padre celestial es misericordioso” (Lc 6,27-36).
El cristiano y el perdón: El cristiano debe estar siempre dispuesto a perdonar para imitar a Cristo que se sacrificó por nosotros, para nuestro perdón. El perdón es consecuencia de que nosotros mismos hemos sido perdonados. Perdonar es siempre una actitud divina. Solamente perdonamos en Jesucristo. Y la fe en Cristo supone una conversión total y una donación completa a Cristo que transforma toda nuestra persona. El cristiano desde Cristo se abre al perdón y a la reconciliación. La nueva vida centrada en Cristo se caracteriza por la actitud de Jesús que siempre es el primero que perdona y siempre gratuitamente. Además de perdonar, Cristo en la cruz pide perdón por sus asesinos y los disculpa ante el Padre celestial: “Padre, perdónalos; ellos no saben lo que hacen” (Lc 23,34).