La Violencia
(Gen 3, 8; Gen 3,1-19; )
Les invito a reflexionar sobre un sentimiento que está en la raíz de toda vida humana, que acompaña a todo mortal, la violencia. No es algo nuevo para la humanidad e irrumpe en la vida humana desde el paraíso terrenal, acompañando al hombre desde entonces. En la sociedad actual, la violencia se ha convertido en una epidemia. Hay naciones donde los asesinatos, las violaciones, los robos, los asaltos violentos y los allanamientos han alcanzado niveles alarmantes en las últimas dos décadas. Elementos de formación humana tan poderosos como el cine y la TV se han convertido en maestros insuperables de la violencia, llegando hasta el hogar. Nos hemos convertido en volcanes de impaciencia, violencia y terrorismo. Y no fue así desde el principio.
El aliento de Dios llenó los abismos: “Las tinieblas cubrían los abismos, mientras el espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas” (Gen 1,2). El abismo, símbolo de completa desolación, esperaba su transformación, anhelaba la vida. Entonces, Dios inundó de luz las tinieblas, eliminó el caos, creó un paraíso, y colocó allí al hombre, “insuflando en su narices un aliento de vida” (Gen 2,7).
En este mundo creado por Dios existía la vida, nunca la confusión, el desorden o la violencia. Todos los vivientes estaban conectados en su nivel más profundo por el aliento íntimo y amoroso de Dios, su Espíritu Santo, que El, en una intimidad amorosa, introdujo en nosotros dándonos su vida. El mismo aliento de Dios, su amor tierno, penetró en las criaturas, era la vida que todo lo vivificaba. Introducir dentro de otro nuestro aliento (Gen 2,7) es un simbolismo que expresa participar la vida, el amor, quedar afectados con una relación de intimidad que produce vida amorosa y energía nueva. La Comunidad divina nos participó su vida, su amor y así vivíamos en una amistad íntima con El y con todas sus criaturas llenando todo de mansedumbre, de suavidad, de bondad. Dios se paseaba todos los días por el jardín a la brisa de la tarde como signo de amistad con su criatura, el hombre, y con todos los seres de la naturaleza, creados amorosamente por Dios. No existía la violencia; en todos los vivientes existía el aliento de Dios: una dulce amistad unía a todos los vivientes (Gen 3, 8). El aliento de Dios llena de vida la creación. Desde entonces, si la vida empieza a faltar, otra persona puede introducir su aliento, boca a boca, en los pulmones para estimular la vida. Esa acción de reanimar, característica de Dios Padre, ha sido entregada al hombre. Así participamos en el proceso constante de reavivar, dar vida, y jamás quitarla.
El hombre fue creado sin violencia. En el paraíso no era necesario sacrificar animales para alimentarse. Dice la Escritura que: “Yaveh Dios plantó un jardín en Edén, donde colocó al hombre que había creado. Hizo brotar del suelo toda clase de árboles deleitosos a la vista y buenos para comer” (Gen 2,8-9) y dio al hombre este mandato: “de cualquier árbol del jardín puedes comer, menos del árbol de la ciencia del bien y del mal” (Gen 2,16). Los árboles que plantó Dios le daban al hombre el alimento necesario y suficiente. No había necesidad, por tanto, de ningún género de violencia, ni siquiera para el sacrificio de animales. Además, la primera pareja vivía en unas relaciones idílicas, en íntima amistad con Dios, consigo mismo y con la naturaleza. Los árboles frutales, el sol, la luna, los mares, las aves, los animales, la mujer y el hombre eran todos hermanos y amigos, hijos del Padre que inspiró la misma fuente de vida interior en amistad.
Origen de la violencia: La Palabra de Dios muestra que las tendencias para interrumpir el aliento amoroso de Dios en nosotros, para quitar violentamente la vida, se inician cuando el hombre desobedece a su Creador, perdiendo su amistad. El libro del Génesis narra que Adán y Eva desobedecieron, es decir, se les inoculó el virus del individualismo y se rebelaron contra Dios, rompiendo su relación con Él, comiendo del fruto prohibido y dando origen a la violencia en el mundo. En efecto, el pecado es el inicio y el origen de toda violencia.
Ruptura en cadena: Después de este primer acto de violencia, de rebeldía contra Dios, rompieron también sus relaciones entre ellos: Adán acusa vilmente a Eva: “la mujer que me diste por compañera me dio y comí” (Gen 3,12). Rompieron con los animales: “la serpiente me engañó” (Gen 3,13). Rompieron en forma indigna con la naturaleza: “maldito será el suelo por tu causa” (Gen 3,17).
La violencia se continuó en cadena. Poco después de haber sido expulsados del paraíso vino el primer incidente de violencia física del cual existe un registro. Caín, al darse cuenta de que el sacrificio de su hermano Abel era más agradable a los ojos de Dios, tuvo envidia, se llenó de violencia y, en un arranque de celos, mató a su hermano. La raza humana conoció los arrasadores efectos de la violencia, conoció el asesinato. Ya para el tiempo de Lamec, el tataranieto de Caín, la violencia había llegado a niveles muy elevados y de hecho se le celebraba. Lamec se vanagloriaba de sus habilidades para cometer actos inapropiados y perpetrar actos de violencia masiva que fueron una respuesta desproporcionada a las ofensas cometidas contra él: “Yo maté a un hombre por una herida que me hizo y a un muchacho por un cardenal que recibí. Caín será vengado siete veces, mas Lamek lo será setenta y siete” (Gen 4, 23-24).
Tratamiento de la violencia: Creció tanto la violencia que Moisés tuvo que dictar una ley para frenarla en algo. Dios le dictó a Moisés el principio del “ojo por ojo, y diente por diente” para limitar la violencia. Debe ser una violencia proporcionada, no se permite tomar una vida por un ojo, o mutilar un miembro del cuerpo por un diente. La ley de Moisés fue el primer paso de Dios para tratar la violencia de la humanidad, insistiendo en la justicia. La ley no elimina la violencia, pero le pone un freno.
La directriz final de Dios para tratar la violencia vino con Jesucristo, según lo indica el evangelista Mateo, que expresa el tratamiento a la violencia en dos momentos. Primer momento: “Oyeron que se dijo: Ojo por ojo, y diente por diente. Pero yo les digo: No resistan al malo; antes, a cualquiera que te golpea en la mejilla derecha, vuélvele también la otra...” (Mt 5,38-39). Segundo momento: “Oyeron que se dijo: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, oren por los que les persiguen y calumnian...” (Mt 5,43-45). El distintivo de los hijos de Dios es el amor, nunca la violencia.
Entre los antiguos semitas imperaba ya la ley de la venganza, que era el desencadenamiento de la violencia, que daba lugar a unas interminables luchas y crímenes. La ley del talión: “Ojo por ojo y diente por diente” constituyó en aquellos primeros siglos del pueblo elegido un avance ético, social y jurídico notorio que frenaba la violencia. En ese avance el castigo no podía ser mayor que el delito, cortando así de raíz la interminable cadena de venganzas.
Jesús da un definitivo avance, en el que juega un papel fundamental el sentido del perdón y la superación del orgullo. Jesús establece que el cristiano no tiene enemigos personales. Su único enemigo es el mal, el pecado, pero nunca el pecador. Así lo vivió especialmente con los que le crucificaron y todos los días con los pecadores que se revelan contra Él y le desprecian.
En pocos versículos Cristo eleva las estrategias de la humanidad para lidiar con la violencia a un nuevo nivel. Los seguidores de Cristo ya no tienen que tratar con la violencia de sus enemigos sólo en base de la justicia, que enfatiza una represalia proporcional, sino en base al amor. Cristo revela que el remedio final de Dios en cuanto a la violencia no es la violencia, la venganza, la represalia, sino la reconciliación.
Cristo rechaza la violencia: Él indica claramente que “todos los que tomen la espada, a espada morirán” (Mt 26, 52). Se ve cómo la ley de la continuidad funciona en este caso: el odio produce más odio, la violencia engendra más violencia. Además, la violencia no soluciona los problemas reales y subyacentes que están involucrados en un conflicto. La violencia es un ataque contra la persona, no contra los problemas; en realidad no se enfrenta a los problemas subyacentes tales como el miedo, el odio y la pobreza. Es una simplificación grave suponer que la violencia es la solución a los problemas personales, políticos o sociales. La violencia elimina toda posibilidad de entendimiento y, por ende, también toda posibilidad de reconciliación.