102.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
102.2. En cada virtud hay un aspecto externo y uno interno. Pertenece al aspecto externo todo aquello que puedes describir sobre alguien cuando ves que tiene tal o cual virtud, especialmente en lo que respecta a su relación con las otras personas. Corresponde, en cambio, a la dimensión interna todo el ámbito de las intenciones y la disposición particular de alma que hace que la persona obre del modo virtuoso como obra.
102.3. En algunas ocasiones estos dos aspectos no coinciden; es posible, por ejemplo, que una persona parezca virtuosa, pero esté solamente fingiendo, o es posible que por su medio externo no parezca poseer una virtud que sí tiene. Lo más común, sin embargo, es que, en un plazo suficiente de tiempo y con un conocimiento suficiente de las personas, difícilmente podrá darse que las intenciones del corazón no se reflejen en las obras externas. A esto aludía Nuestro Señor cuando dijo: «por sus frutos los conoceréis» (Mt 7,16).
102.4. Uno de los hechos más asombrosos de la humanidad de Jesucristo es la completa unión entre el aspecto exterior y el interior de sus virtudes. Cristo parece lo que es y es lo que parece. Por eso es, en el sentido más fuerte de la palabra, “verdadero.” Es evidente que esta unión de su aspecto y de su ser es una de las dimensiones del ministerio de revelación que Dios Padre le encomendó. Dicho de otro modo: Jesucristo revela porque es intensamente “uno,” de modo tal que sus riquezas interiores son patentes ante el mundo.
102.5. ¿De dónde surge que el ser humano sea doble, o sea, que pretenda presentarse como no es? Evidentemente de la conveniencia: evitar lo que se estima como daño y procurar lo que se quiere como un bien. El hombre se presenta como cree que le conviene presentarse para lograr lo que pretende y apartar lo que detesta. Desde luego, si aquel ante quien se presenta es otro como él, el juego se complica, porque este otro seguramente no está mostrándose como es sino como cree que le conviene, con base en lo que ve de lo que el otro muestra, que tampoco es cierto. Como en un juego infernal, esta búsqueda desesperada de la verdad del otro mientras se oculta del mejor modo la propia verdad termina en la locura y el odio hacia los demás. Algo así es lo que sirve de aire para respirar en los infiernos.
102.6. ¿Y por qué los hombres temen mostrarse como son? Porque no están seguros de lograr lo que quieren si se muestran como son. Cuando un hombre va a utilizar a su prójimo de la manera más vil y abyecta, por ejemplo, no puede decírselo, porque el otro se defendería. Mentir es un modo de adormecer al otro mientras se logra un provecho.
102.7. Pero, ¿y qué después de ese “mientras”? Jesús dijo: «Nada hay encubierto que no haya de ser descubierto ni oculto que no haya de saberse» (Lc 12,2) Pues ahí lo ves: toda mentira es un acto de desesperación, una maniobra que pretende salvar el presente perjudicando el futuro. Es comer hoy y enfermarse mañana. El problema está en que, en la eternidad, no existen “hoy” y “mañana;” todo es “hoy.”
102.8. Imagina a un hombre calvo que le dice a un vecino, mientras ambos se están viendo a plena luz del día: “¡Qué cabellera abundante tengo!” Nada de raro tendría que el otro se riera o por lo menos lo compadeciera o despreciara en lo más profundo de su corazón. Y si no quedara el más pequeño espacio a la compasión ni fuera asunto de chiste, ¿qué quedaría? Tal vez la sensación de que se trata de alguien que no sabe hablar o que ha perdido la razón. Pero, ¿y si ninguna de estas posibilidades fuera el caso? Entonces aquel vecino quizá pensaría que aquel calvo ha dicho distraídamente esas palabras, o las estaba citando de algún otro. ¿Y si no se tratara de eso? El vecino tendría que llegar a una conclusión: “este hombre pretende destruir el sentido de las palabras o burlarse o dañar mi capacidad de comprensión.” ¿Y si ese “vecino” es Dios, cuya capacidad de comprensión no puede ser burlada ni dañada? Es claro que cada palabra mentirosa sería un ejercicio malévolo pero estéril de desbaratar el sentido del lenguaje. Este es el caso cuando una persona humana se está muriendo en pecado mortal y pretende justificarse. Demos el último paso: ¿Y si la comunicación no requiriera de palabras articuladas, que no son necesarias en el mundo de los espíritus como tales? En este último y pavoroso caso sólo queda el silencio de cenizas, es decir, el mutismo de Satanás, que nada dice pero que aún quisiera con su palabra destruir a las palabras y con ellas a Dios mismo. Este silencio de cenizas es la asfixia misma de la inteligencia y es uno de los peores tormentos del infierno. Es el destino de la mentira y de los mentirosos.
102.9. Guárdate, pues, del engaño, y ama la verdad de Dios. Dios te ama; su amor es eterno.