El 14 de Noviembre pasado se cumplieron 100 años del nacimiento de Pedro Arrupe (+ 5 de febrero de 1991). La fecha no ha pasado inadvertida. Lo que se diga a estas alturas tendrá de hecho un impacto notable en la próxima Congregación General, es decir, el órgano máximo de gobierno de la Compañía de Jesús, que tendrá entre sus tareas elegir al próximo General.
De hecho ha sido el actual Padre General, Hans Kolvenbach, quien ha ponderado con voz más alta la labor de Arrupe, calificándolo de “profeta.” No pudieron ser más exigentes los años del gobierno de este ilustre bilbaíno, que tuvo el timón de la Compañía entre 1965 y 1983. Junto a Kolvenbach, muchos alaban la gestión de aquellos años difíciles para todos en la Iglesia. Quizás lo que más se destaca es el haber puesto a los jesuitas en una ruta que debería permanecer siempre próxima al compromiso por la justicia.
No todos hacen coro a esas alabanzas. Creo que mi amigo Luis Fernando Pérez ha captado bien los descontentos que deja el mandato de Arrupe, si es que en esto cabe aplicar lo del Evangelio de “conocer por los frutos.” En su parte más ácida se expresa así el blog Cor ad Cor:
Si tres Papas -no uno, ni dos… TRES- denunciaron la desastrosa situación de la orden fundada por San Ignacio durante el gobierno del Padre Arrupe, y a menos que esté en el fondo de acuerdo con los rebeldes, ¿cómo alguien puede tener el valor de decir que fue el gran profeta del post-concilio? ¿cómo se puede alabar al principal responsable, siquiera fuera por omisión, de que una orden que se había caracterizado por la defensa de la fe católica se convirtiera en un nido de herejes y disidentes? ¿acaso no vemos hoy los restos de ese gran naufragio en los Masia y cía?
Quienes venimos de Latinoamérica no sabríamos decir quién es ese jesuita Masia, pero ya hemos oído bastante al P. Alfonso Llano, que finalmente tuvo que ser mandado a callar, y estamos fastidiados de las confusiones que siembra con generosidad el P. Carlos Novoa, ambos de la comunidad religiosa más fuerte y numerosa que tiene la Iglesia Católica. ¿No es cosa de ponerse nervioso?
Este contexto permite ver lo que parece haber detrás de la apresurada promoción de Arrupe: estamos ante un arranque vigoroso, global, envolvente que quiere asentar a término indefinido un modo particular de ver la vida religiosa. Es difícil exagerar la influencia de la Compañía de Jesús, si se piensa en el número de sus miembros, las instituciones que regentan, el número de personas que atienden sus retiros y centros de espiritualidad y su impresionante presencia en los medios. ¿No es acaso por ello que, aunque se le diga con un toque de ironía, el General de los Jesuitas es llamado el “Papa Negro,” dado el color de su sotana? Pues estamos ante un hecho: hay quienes quieren que ese “Papa” ahonde aún más las opciones sincretistas e irenistas que marcaron el tiempo de Arrupe, de quien dijera Pablo VI que era “un hombre santo, pero un hombre débil.”
El semanario católico The Tablet trae también un artículo sobre Arrupe, y en él destaca elogiosamente cómo este Padre General tenía una gran capacidad para unir los extremos: contemplación y acción, diálogo y misión, espiritualidad y compromiso social, obediencia y libertad, y así sucesivamente. No suena mal. De hecho, en un mundo cruzado por barreras de desconfianza, violencia y prejuicio, ¿puede desearse algo mejor que un hombre afable, sencillo, espiritual, conciliador, que anima a cada uno en su tarea?
Yo pienso que sí se puede desear algo mejor. No hay que animar a todos. A algunos hay que desanimarlos y a otros hay que frenarlos. Si el provincial de los jesuitas de Colombia ha frenado al P. Llano somos muchos los católicos que tenemos de qué darle gracias. “Animar” en cambio al P. Llano, en el sentido de animarlo a que siga cuestionando todo “para que la fe se entienda,” es desastroso, porque de tanto animarlo puede creer que está haciendo bien.
Personalmente amo a la Compañía de Jesús, a la que le debo mucho, y por eso rezaré para que el próximo General sepa animar a algunos y quizás desanimar a muchos más. Y que cuando lleguen las tormentas, él mismo no se desanime, sino que mire hacia la Cruz, hacia Ignacio y hacia Roma.