Unicidad

Bebé y florCuando se piensa en aquello que nos hace únicos desde el punto de vista biológico quizás la primera idea que viene a la mente son las huellas digitales. Los microsurcos de la punta de nuestros dedos no se repiten de una persona a otra y por ello pueden usarse como un medio de identificación. El iris, con sus líneas, trazos, puntos y colores parece ser único también, lo mismo que la dentadura, y seguramente hay otras partes del cuerpo, o proporciones entre partes del cuerpo, que pueden usarse para decidir si alguien es alguien.

Esta labor de identificación parece que puede automatizarse hasta niveles que interfieren con la deseada privacidad de los ciudadanos. Un sistema de cámaras de televisión no puede captar huellas digitales ni el iris de la gente pero nuevas tecnologías pueden, por ejemplo, analizar las proporciones de los rasgos de la cara: por decir algo, lo que va entre los ojos, la punta de la nariz y la barbilla. Un programa de computador puede encontrar caras en un video de circuito cerrado de TV y en ellas hacer el análisis de esa clase de proporciones. Cada vez que en una escena aparecen las proporciones conocidas de alguien–quizás un criminal, quizás un enemigo político–el programa guarda una foto de la escena y la hora en que esa persona estuvo allí. Sin duda el sistema requiere mejoras pero es algo que en principio puede hacerse.

A otro nivel, la unicidad biológica tiene su impronta microscópica en el código genético, el ADN. Como una especie de huella digital más sofisticada y de mayores implicaciones, el ADN tiene la característica de dejar sus trazos en lugares que uno no esperaría. El peine que uno usa, la ropa que uno deja, los cubiertos de la última comida, y mil objetos usuales o partes del cuerpo de uno, como el cabello, van dejando un rastro genético que en un caso criminal podrían servir para implicar–o salvar–a alguien.

La cuestión de la unicidad humana toma otro giro cuando se piensa no en términos de propiedades “estáticas,” como las consideradas hasta ahora, sino de procesos que por definición son dinámicos. Empezando con algo bien prosaico: la digestión. Hoy se sabe que durante la digestión nuestro organismo requiere del auxilio de ejércitos ingentes de bacterias. De hecho, hospedamos en todo nuestro cuerpo cerca de diez veces el número de células humanas que tenemos. El punto es que la “fauna” que cada persona hospeda en sus intestinos es bastante típica de cada quien, y la razón es que cada organismo tiene que aprender a resolver el problema de la nutrición por sí mismo, pues nadie nutre directamente a nadie, al nivel de las células, quiero decir. Mi cuerpo, entonces, a través de los años ha ido cultivando su propio laboratorio bioquímico intestinal y lo que es más, ha sub-contratado multitud de labores a agentes externos bacterianos, de modo que las proteínas, carbohidratos y lípidos que finalmente entran a mi torrente sanguíneo llevan el sello de esa labor conjunta, la cual ha sido diseñada por mi cuerpo a través de los cuarenta y más años que llevo recibiendo alimentos del mundo exterior–empezando por la leche materna.

La digestión no es, desde luego, el único proceso idiosincrásico. Cabe bien suponer que nuestros sistemas hormonales, linfáticos e incluso respiratorios tienen patrones de unicidad que han sido descubiertos o están por serlo. ¡Todo hay que aprenderlo, y cada aprendizaje carga siempre la huella de su propia historia! Prácticamente nadie camina balanceando exactamente la mitad de su peso en cada pie; prácticamente nadie mastica ejerciendo una presión uniforme en toda la mandíbula, y así sucesivamente, de modo que somos únicos en una multitud de aspectos que permanecen invisibles a nosotros mismos.

Incluso el pensamiento y la memoria resultan invisibles a nuestros ojos. Para hacerlos visibles se usan distintas tecnologías que inyectan algún medio de contraste que llegue al cerebro y que se concentre o se haga magnética o radiológicamente activo cuando algo interesante sucede. Por este medio se pueden detectar microzonas en el cerebro, como decir, qué parte de mi masa encefálica se activa cuando me rasca el pulgar izquierdo.

Los investigadores del cerebro, sin embargo, buscan mucho más que pulgares. Sus preguntas son profundas y se rozan o intersectan incluso con la filosofía y la teología: ¿Dónde está el yo? ¿Dónde viven mis recuerdos? ¿Cuál es el lugar de mis creencias y mis sueños? Esta clase de preguntas han resultado singularmente difíciles y controversiales, como podía esperarse, por otra parte.

Lo más interesante es que la respuesta existe pero… es única para cada persona. Si me conectan los electrodos y me hacen recordar el triciclo rojo que usé hace más de treinta años, algo se enciende en la pantalla del computador, pero no hay un modo sencillo de traducir mi triciclo rojo con la muñeca azul claro de mi prima. Quienes gustan de comparar el cerebro con un disco duro están en problemas, porque aparentemente cada ser humano es un sistema operacional distinto, y la memoria parece existir en diseños, estilos y superficies encefálicas distintas en las distintas personas.

Todo indica que debemos despedirnos de la idea de que hay neuronas que hacen el papel de la RAM o la ROM en los computadores. Lo que parece probable es que los recuerdos viven no en células sino en procesos o cadenas de reacciones sinápticas que se funden y combinan continuamente con nuevas percepciones y con lo que uno llamaría “procesamiento de datos.” No hay un departamento único de memoria sino un conjunto de procedimientos que quedan asociados a la memoria a corto plazo, a largo plazo, imágenes, etc.

Hay estándares por supuesto, y por eso puede predecirse que ciertas lesiones tendrán tal o cual efecto en la memoria, o en el yo, pero a medida que descendemos a los detalles descubrimos que cada cerebro ha tenido que resolver el problema por sí mismo. Un pensamiento consolador si se piensa en que preserva en algo la sacralidad del propio ser pero un poco preocupante cuando se piensa en diseño de terapias y otros medios de ayuda.

Desde el punto de vista filosófico tal vez lo más interesante de estas reflexiones es descubrir que somos lo que hemos sido y cargamos en nuestras células y tejidos lo que hemos intentado ser. Nuestro cuerpo no es una herramienta del deseo presente sino la memoria condensada y viva de anhelos, esfuerzos, derrotas y sueños. Para quienes creemos en la resurrección de la carne es maravilloso conectar este pensamiento con la Eucaristía, Cuerpo de Cristo, y con el misterio de la recapitulación del universo con el mismo Cristo como cabeza.