68.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
68.2. Hilos sutiles, y un tejido tenue y fino, van uniendo entre sí las más diversas creaturas. Una mirada distraída y apática distingue sólo masa y multitud; una mirada atenta y amorosa descubre orden y belleza.
68.3. En cierto modo, este es uno de los grandes oficios de los Ángeles: mirar, y mirando, admirar y alabar. Cada Ángel tiene, por así decirlo, como un punto de vista sobre el conjunto de la obra creadora y redentora de Dios, y ninguno la agota, pues desde que Dios mismo quiso participar de su naturaleza a sus creaturas racionales, las hizo inagotables en sus posibilidades.
68.4. Si fuera posible hacer un curso o plan de preparación y formación para los Ángeles, sin duda que esta mirada discreta, mansa, pura, continua y enamorada sería la asignatura principal. Precisamente, quiso Dios hacernos invisibles no en el sentido de sustraernos al rango de ondas electromagnéticas de la luz visible, sino en un sentido más profundo y bello. La idea no es que somos invisibles en cuanto que escapamos a vuestros ojos, pero que estamos patentes a otro género de luz o instrumento. Ser invisible es algo que tiene que ver con ser sólo una mirada, y no cualquier mirada, sino aquella llena de discreción, mansedumbre, pureza, fidelidad y amor. ¿Quién soy yo? Puedes decir que soy una mirada.
68.5. Ahora bien, esta invisibilidad exaspera a los que quieren aceptar como existente sólo aquello que ven con sus ojos y comprueban con sus sentidos. Pero la exasperación enceguece. Sucede en esto como cuando dos amigos van a orillas de un arroyo cristalino. Uno de ellos ve en el lecho del río una hermosa piedrecilla y llama a su compañero; éste, brusco y altanero entra con sus enormes botas al agua y la enturbia en gran medida. Cuando nada puede ver, pregunta a gritos y con amenazas que dónde está esa piedrecilla. Así hacen muchos hombres con nosotros. Las huellas de nuestro paso son como esa piedra brillante. El agua turbia no deja reconocernos, pero no significa que no estemos.
68.6. La mejor manera de entender la invisibilidad es como inteligibilidad. Ser invisible no significa ser oculto ni secreto, sino ser percibible de otro modo, a saber, con la guía de la inteligencia y el amor. Nosotros no tenemos por qué escondernos ni tenemos nada que encubrir. Lo que sucede es que Dios quiso hacernos discretos, por la misma razón por la que un científico no quiere perturbar el objeto que observa cuando lo observa. Un estudioso de las aves, un ornitólogo, no llega a la pradera donde hay un gran número de ellas, a gritar y agitar los brazos. Es moderado y silencioso: quiere ser invisible o indiferente para sus aves, porque sólo así podrá conocerlas mejor. Así somos nosotros.
68.7. Te preguntarás que para qué estamos ahí estudiando o conociendo el universo. Tal vez incluso te adelantes a las objeciones que sin duda tendrán algunos de tus hermanos si te oyen hablar así de los Ángeles, y dirás: ¿qué clase de espías se supone que ha puesto Dios en esta Tierra?
68.8. Nosotros no somos espías. Dios lo sabe todo, sobre vosotros y sobre nosotros. Un espía es discreto y sigiloso, pero no desinteresado. Le mueve el interés de lograr información que estima importante para sí mismo o para aquellos que lo han enviado como espía. La información le importa porque representa poder o dinero. Nuestra mirada es distinta. Es penetrante, mucho más que la de cualquier espía, pero no tiene tras de sí interés de poder ni mucho menos de bienes materiales que no necesitamos. El conjunto de las vidas que contemplamos no produce en nosotros codicia ni concupiscencia alguna, sino misericordia, amor, oración y adoración a la justicia y la piedad del Creador.
68.9. No estamos, pues, al acecho de vuestros errores, sino en la búsqueda serena pero intensa de la sabiduría de Dios, que es su Verbo y que está presente y glorioso en todo lo que acontece en la Creación y en la Historia. Nuestra atención sólo en Él se detiene, y precisamente para eso, para que nuestro ser pueda gozarse sólo en Él, Dios quiso que fuéramos discretos e invisibles, de modo que se desplegara completamente ante nuestra mirada enamorada la parábola admirable del Verbo Divino.
68.10. Así pues, amigo, no son tus pasos, ni las pequeñeces de tu vida —por ejemplo, tus pecados— lo que a nosotros nos interesa. Dicho de otro modo: no es tu vuelo de pajarillo, sino el vuelo de la Palabra, el Águila Grande (Ap 12,14), lo que hemos venido a contemplar, para amar más a Aquel que nos ha creado y para entregarle el tributo de nuestra más plena adoración.
68.11. ¿No es bello? ¿No es bueno Dios? Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.
La fuerza de Dios se ve glorificada en la transformación de nuestra debilidad. Los seres humanos que viven hacia fuera se desmoronan y caen, mientras que los que viven hacia dentro, nacen y crecen en sabiduría ante los ojos de los hombres, que no pueden reconocerlo. Tampoco nos podemos reconocer nosotros. No podemos reconocernos a nosotros mismos en la imagen de Dios formada en nosotros, porque no tenemos ojos para verle. Sin embargo adivinamos su presencia en el misterio que sólo se revela a los pequeños, mientras realmente lo seamos.
Advertimos su mirada puesta en nosotros cuando nuestras almas surgen a la vida momentáneamente al contacto de su Dedo.
Es bueno, muy bueno Dios, al darnos a los Ángeles como compañeros de camino que nos ayudan a despertar y a fijar nuestra mirada en aquella selva tan bella, tan árida y tan llena de frutos como la selva de la compasión. Es ahí, en ese desierto donde la tierra sedienta ofrece cursos de agua y donde los pobres lo poseen todo.