Hay un riesgo en tomar la fe como una especie de puro sentimiento, y es que podría parecer sencillamente capricho. La Historia de la Humanidad ha conocido muchas creencias absurdas, o incluso violentas, que se han revestido de una coraza para hacerse impermeables a la crítica de la razón. Bajo el amparo de esa coraza toda clase de crímenes o estupideces se han cometido. La coraza cambia de pueblo a pueblo y de circunstancia a circunstancia. En el tiempo de Sócrates su manera de cuestionar fue considerada una “impiedad” que debía ser castigada, y por ello se le obligó a beber la cicuta. Esta era una coraza de prejuicio. En nuestro tiempo hay la coraza del agnosticismo. Muchas personas simplemente rehúsan considerar a fondo la posibilidad de que Dios exista y de que su existencia podría afectar todo lo que son y han sido. Por eso hoy tantas personas prefieren declararse “agnósticas,” indicando así que dentro de su coraza de costumbres y modas ya no piensan que haya que preguntarse nada.
A pesar de su evocación “blanda,” la pura y nuda afirmación del sentimiento es también una coraza y como tal carece no sólo de respetabilidad ante los no creyentes sino que entraña muchos peligros. ¿Qué pasa si alguien dice que “siente” que las religiones no importan porque lo único que importa es la fe? Con esa clase de falso razonamiento muchas personas se unen a grupos protestantes, sin siquiera percatarse de que en la medida en que se asocian con otros seres humanos para seguir unas creencias, cultos y normas ya en ello están cumpliendo con lo esencial de la definición de “religión” De hecho, toda creencia, salvo excentricidades marginales, es parte de una religión o principio de una religión.
Sin embargo, hay algo clave en eso de subrayar el aspecto experiencial e incluso afectivo de nuestra fe. Creer no es algo como llegar a la conclusión forzosa que se sigue de una deducción matemática. No es un puro ejercicio del intelecto. Involucra nuestra historia, nuestros afectos, emociones, imaginación, ¡incluso el sentido del humor! Dicho de un modo más formal, la fe nace de un “encuentro,” es nuestra respuesta a una propuesta, y esa propuesta llega a través de la predicación y el testimonio de la Iglesia, exteriormenet hablando, y a través de la moción íntima del Espíritu Santo en nosotros, interiormente hablando. En esa dimensión exterior entran muchas cosas: uno necesita sentirse acogido, amado, escuchado por gente concreta, y necesita sentir que las propias preocupaciones le importan a alguien y que hay luces profundas y confiables para los interrogantes que uno ha tenido, y que se puede alcanzar cierta paz en lo que toca a las heridas que la vida le ha ido dejando a uno. Todo esto es un proceso complejo que implica la inteligencia pero que obviamente va mucho más allá de ella, y que en particular tiene mucho que ver con el “corazón,” según la hermosa expresión de Pascal.
La Iglesia, pues, y cada uno de nosotros en Ella, tiene muchas ocasiones entonces para anunciar el Evangelio, también en esta época. La aparente superficialidad o fugacidad de todo lo postmoderno es un reto para el pensamiento sólido que suele caracterizar al Catolicismo, pero a la vez, el tono desenfadado, cálido, transparente y confiado de tantos “postmodernos” abre puertas insospechadas. No es que la gente tenga siempre que convertirse según un mismo patrón porque al Espíritu Santo no se le ha agotado la capacidad de sorprendernos, así que sigamos adelante con empeño, ofreciendo lo mejor que tenemos acogiendo lo mejor de lo que encontramos en cada época y en cada lugar.