62.1. El lenguaje es expresión de la vida. Te escucho decir “yo quisiera…,” y te pregunto: ¿Por qué no “quieres” simplemente? Los actos de la voluntad se hacen más perfectos cuanto más simples y directos. Espero que pronto comprendas la fuerza y belleza que tiene una voluntad llana y limpia, recta y nítida.
62.2. Mira conmigo el ejemplo que te da Jesucristo, cuando aquel leproso se acerca y le dice: “Si quieres, puedes limpiarme,” y Nuestro Señor obra el milagro con una sola palabra, expresión de una sola voluntad: “¡Quiero!” (Mc 1,40-42).
62.3. Nota en este mismo pasaje la diferencia entre la simplicidad del acto de la voluntad y la riqueza de comprensión que de él surge. Anota el evangelista: «Le despidió al instante prohibiéndole severamente: “Mira, no digas nada a nadie, sino vete, muéstrate al sacerdote y haz por tu purificación la ofrenda que prescribió Moisés para que les sirva de testimonio.”» (Mc 1,43-44). Tal silencio invitaba a aquel leproso a volver sobre sí mismo y a descubrir con la luz de su entendimiento la profundidad del don que había recibido, que no se limitaba a la sanación física, sino que se extendía a la hondura que tiene todo genuino encuentro con el Hijo de Dios. Así pues, Cristo le llamaba con vehemencia a acoger la eficacia del amor, que es directo, y la riqueza interna del amor, que es inagotable.
62.4. A ejemplo de Nuestro Señor, has de hacer tu voluntad tan sencilla y directa como te sea posible, según Dios te conceda. Un amor es más puro cuanto menos explicaciones, añadidos y anotaciones tiene. Aquella frase de Juan, «Dios es amor» (1 Jn 4,8.16) te insinúa que todas las obras de la creación, de la redención y de la santificación pueden ser condensadas en un único y sublime motivo, llano y sencillo, profundo e inexhausto: el amor. Mientras que las explicaciones y teologías son múltiples en sus esfuerzos —y estos esfuerzos tienen su valor, desde luego— la raíz misma de toda teología descansa en la simplicidad de un amor, que, como te dijo Bernardo de Claraval, no tiene más motivo que su propia existencia.
62.5. De aquí puedes deducir cómo ha de formarse tu alma: creciendo en la profusión de los detalles, admirables todos, de la Historia humana bendecida por el Designio divino, ha de aprender a condensarse en la reducción de toda causa a la Causa inefable y primigenia del Amor increado.
62.6. Un verdadero teólogo no es simplemente una caja de información o una montaña de erudición: es como un árbol vivo de amor y ciencia que tiene la riqueza del detalle en las hojas y la fuerza de la unidad en su tronco. Sin el tronco, no tienes árbol, sino un rimero de hojas y ramitas, es decir, una hojarasca; sin las hojas y las ramas tampoco tienes árbol, sino un poste o monumento a la esterilidad. ¡Qué bella es la teología, ciencia primero divina, como la consideró siempre Tomás de Aquino! Pero su belleza está en la armonía de los detalles múltiples con la fuerza de la unidad interior que sólo da el amor.
62.7. No sólo para la teología necesitas hacer simple y directa tu voluntad. Piensa que todas las fuerzas de tu ser, y por lo tanto, toda tu posibilidad de ser, está en la energía de la voluntad. Si tu motor y energía se dispersa anhelando lo que no existe, buscando lo que no se va a dar, suspirando por lo que no pudo ser, rechazando lo que ya de hecho es, o encerrándose en su propio y limitado ser, te vas a quedar sin energía. No es mucha la diferencia entre una voluntad muerta y una voluntad dispersa. Cuando quieres demasiadas cosas en desorden es casi como si nada quisieras. Por eso el diablo ama y pretende el caos, porque en él la voluntad se pierde y los seres racionales se asemejan a los irracionales.
62.8. Oro a Dios que con el don de su Espíritu Santo haga unida y vigorosa tu voluntad en torno a la suya, de modo que tengas vida, la vida que Él quiso para ti. Porque Él te amó primero.