2. Mínimos y máximos
Algunos teólogos recientes creen que, en cuanto al destino de los niños muertos sin bautismo, sí se puede decir más procediendo como por descarte: ¿qué es lo mínimo y qué es lo máximo que cabe esperar como respuesta a esta cuestión?
El máximo queda claro en la enseñanza oficial del Catecismo, n. 1261: “un camino de salvación para los niños que mueren sin Bautismo.” Dicho de otra manera, el máximo es la visión beatífica como tal. ¿Hay un mínimo?
San Agustín, por ejemplo en su Carta a Simplicio (1. 2. 16) o en la Ciudad de Dios (21.12), habló de la “massa damnata,” la teoría de que la Humanidad, aplastada por el pecado original y sus consecuencias en una avalancha de pecados actuales, sólo puede esperar de sí misma condenación, y que este sería el destino prácticamente cierto de una proporción inmensa de seres humanos. Para el santo de Hipona los niños muertos sin bautismo están condenados al infierno, si bien él admite grados de condenación dentro del infierno, que para el caso de estos niños sería un fuego de llamas “mitigadísimas.”
La Iglesia nunca hizo completamente suyo este lenguaje, y según opinión del teólogo Peter Gumpel, SJ, que ha estudiado ampliamente esta cuestión, la teoría del limbo surge precisamente como un modo de superar esa visión tan dura de San Agustín (cf. Zenit.org en español, edición del 14 de diciembre de 2004). ¿Puede entonces ahora tomarse como “mínimo” la afirmación de que ninguno de esos niños se condenará?
Es muy difícil admitir la idea de un niño condenado sin haber tenido nunca uso de razón y por lo tanto, sin oportunidad de ningún acto que implique desobediencia o rechazo a su Creador. Es verdad que uno conoce casos de niños que han tenido que crecer en circunstancias absolutamente adversas y en ambientes colmados de perversión, odio o violencia. Humanamente parece que sólo cabe esperar que de esos niños surja más maldad, y así vemos que en muchos casos los psicópatas aluden a sus infancias repletas de infelicidad, frustración, abuso o injusticia. En este sentido se puede pensar que hay “algo” de herencia paterna, para bien o para mal, que pasa a los niños, sobre todo cuando se trata de casos de espantosa iniquidad, incluyendo satanismo, vudú, espiritismo, o en otro sentido los “niños de la guerra.”
Sin embargo, en todos esos casos los niños han tenido que llegar al uso de razón y de alguna manera han colaborado en el proceso nefasto de destrucción de la semejanza divina en sus almas. Sobre su grado de responsabilidad no cabe que nos pronunciemos pero en la medida en que algún uso de razón han tenido alguna responsabilidad, aunque sea ínfima, tienen en su propia condición, como lo demuestran las raras pero notables excepciones que también se dan: personas que provienen de esos medios y que sin embargo salen de ellos no sólo geográfica sino también emocional e intelectualmente.
Es del todo diferente la situación con los infantes muertos sin bautizar, los que no han llegado a uso de razón. También ellos han sido amados por Cristo y también por ellos ofreció el Señor su sacrificio. ¿Qué clase de obstáculo podría ser tan poderoso como para que la súplica de Cristo en favor de ellos quedara sin fruto, sabiendo como sabemos que ellos mismos no se han opuesto a él? Aun suponiendo que los papás o allegados a esos infantes rechazan a Cristo o incluso quieren activamente la perdición eterna de ellos, ¿podría eso ser más fuerte que la redención que trae el amor de Cristo? El hecho de que no podamos comprender del todo si hay una única manera de transmitirse la gracia en este caso, o si esa gracia se da de distintos modos y cuáles son, no quita la afirmación fundamental de la acción redentora de Cristo.
Pienso que por ello es posible afirmar que sí hay un mínimo: los infantes muertos sin bautizar no se condenan.