29.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
29.2. Sepultada bajo la hojarasca, reposa aún la imagen de Dios. Él es mayor que todos, y su obra no puede ser destruida por nadie.
29.3. Hay dos sentidos en el verbo “perderse”: uno es deteriorarse y otro extraviarse. El pecado causa ambas cosas en el ser humano, pero hay esta diferencia: mientras vais de camino por la tierra, debes darle prelación al primer significado; después de la muerte, en cambio, has de afirmar más el segundo. No importa qué tan prolongada o qué tan grave veas la situación de pecado de alguien, mírale siempre más como un “extraviado” o “descaminado” que como un malvado o un corrompido.
29.4. Cuando Jesús, Nuestro Señor, advirtió severamente: «¡No juzguéis!» (Mt 7,1) se refería a esta condición de extravío en que se encuentra el pecador, y aludía también a esa imagen viva de Dios que se encuentra, aunque encubierta, en él. ¡Ese juicio vuestro descalifica y deshecha a Dios mismo! Por eso lo que sigue en el texto sagrado, y que tú sabes que debe entenderse referido a Dios: “…para que no seáis juzgados” (Mt 7,1). El que juzga al prójimo, en el sentido evidente de arrojarlo de la mirada de su corazón, ha echado con él a Dios mismo. ¿Qué ha conseguido con esto? Poner una distancia entre él mismo y Dios, ¿y qué es esto, sino juzgarse a sí mismo indigno de la mirada de Dios? No puedes, pues, condenar a nadie sin condenarte a ti mismo. No puedes juzgar sin ser juzgado.
29.5. Esto no significa que califiques del mismo modo todas las acciones de tus hermanos, ni mucho menos que apagues en ti la luz de la conciencia que te sirve de criterio sobre lo bueno y lo malo. Mira que Nuestro Señor os dijo también: “si tu hermano peca, corríjelo” (Lc 17,3). Este consejo y mandato de Cristo no tendría sentido si Él pretendiera que en ningún caso pudierais opinar sobre vuestros hermanos. ¿En dónde está la diferencia, pues, entre estas dos recomendaciones, ambas tan importantes? En que “juzgar” es hacer un todo entre el prójimo y su pecado, mientras que “corregir” es precisamente ayudar a separar al prójimo de su pecado. Lo primero es un acto de crueldad; lo segundo, una obra de misericordia.
29.6. Todo radica, como puedes ver, en la mirada. Si tus ojos encierran en el mismo saco al prójimo culpable y a sus culpas, estás juzgando; si tus ojos distinguen al pecador de su pecado, estás amando.
29.7. Ahora bien, el salmo te enseña que es obra divina esto último, separar al pecador de su pecado (cf. Sal 103,12), de donde puedes entender que sin la vida de Dios en tu alma es imposible cumplir el mandato de Jesucristo. Él no estaba mandando algo que pudiera parecer razonable o sensato a la Humanidad como la encontró Él, pues la condición humana más bien tiende a hacer justicia agobiando al culpable con su culpa. Más bien hay que decir que el mandamiento de Nuestro Señor adquiere su condición de realizable e incluso su fuerza persuasiva en el alma que ha sido visitada y poseída por Dios.
29.8. De hecho, propiamente es Él, Dios, quien por su Espíritu realiza sus operaciones divinas en el alma transfigurada, de modo que finalmente es Él quien cumple lo que Él mismo ha ordenado, y quien por eso distingue perfectamente entre su obra y la obra de la maldad, separando al pecador de su pecado.
29.9. Esta obra de Dios no se refiere sólo al prójimo, aunque las palabras de Cristo aluden en primer lugar a la relación con él. Aquello de “no juzgar” se ha de aplicar en primer término, aunque te parezca extraño, al mismo creyente, a aquel que escucha la palabra del Maestro Divino, por ejemplo, en este caso, tú. Sé que te suena extraño lo de no juzgarte, pero ¿no te acuerdas que Pablo lo dice de sí mismo: «ni siquiera yo mismo me juzgo…» (1 Cor 4,3)?
29.10. Te lo digo con toda verdad: no anticipes el parecer divino sobre tu vida. Tú no eres ni tan bueno ni tan malo como crees o has creído. Utiliza tu conciencia, como hizo Pablo (1 Cor 4,4), para extirpar en cuanto puedes las raíces de toda maldad; pero discernir en último término qué en ti es de Dios y qué no es algo que te rebasa y que por tanto debes entregar pronta y resueltamente a sus manos. Puedes creerme que esas manos son más benévolas que las tuyas, como ya le escuchaste decir al rey David, en alguna ocasión: «Caigamos en manos de Yahveh que es grande su misericordia. No caiga yo en manos de los hombres» (2 Sam 24,14). ¿Y crees tú que esas “manos de los hombres” eran sólo las de sus enemigos? No, hermano y amigo. Tú estás mejor en las manos de quien mejor te conoce y más te ama; mejor allí que en tus propias y torpes manos.
29.11. Hoy voy a bendecirte. Has recibido una primera bendición de tu Iglesia, por manos de tu Ordinario. Yo no quise anticipar mi palabra a la suya. Mas ahora que has oído una primera palabra de quien tiene autoridad sobre ti, yo, que soy siervo tuyo por amor de Dios, quiero bendecirte en el Nombre del Altísimo y Benigno Señor de Señores.
29.12. Venga sobre ti el amor de Dios, y haga Casa a tu lado.
Te abrace el amor del Padre y te proteja como precioso tesoro suyo.
Brille para ti el amor de Jesucristo y te alegre con su resplandor.
Haga en ti su hoguera el Amor del Espíritu Santo,
y en sus llamas consumido,
revele en ti la imagen primera, la impronta arcana, el sello místico
en que se cierra y consuma la belleza del Universo visible.
¡Amén! ¡Amén! ¡Amén!