Amigos en la fe,
La vida, como un río, tiene momentos de transcurrir sosegado y tiene cascadas. Fluye a veces en el ritmo monótono de una rutina que incluso nos cansa; otras veces, se precipitan en rápida sucesión cambios o sorpresas que pueden alegrarnos o deprimirnos súbitamente.
Llegan de pronto otros tiempos en que las aguas se remansan. Algo adentro y algo afuera nos llama a reflexión. Es preciso hacer un alto y darnos tiempo para unas cuantas preguntas profundas. Son los momentos densos de nuestra existencia.
Me he preguntado a veces en qué consiste esa densidad o qué hace que ciertos días estemos más receptivos y más sensibles a los temas hondos de la vida. Creo que es algo que tiene que ver con el tiempo. Al fin y al cabo, como alguno dijo, todo lo que tenemos y lo único que tenemos es tiempo. Los hilos de nuestra temporalidad son los hilos mismos de nuestra vida. Y al fin y al cabo, ¿qué es vivir, sino ir trenzando con mayor o menor acierto esos tres hilos que se llaman presente, pasado y futuro?
Imaginemos un día sin pasado. Es como imaginar a una persona que un día despierta sin saber quién es, ni qué responsabilidades tiene ni de qué derechos goza. ¿Qué día esperaría a una persona así, qué podría tejer?
Imaginemos un día sin futuro. ¡Vaya pesadilla! Lamentablemente es algo que muchos de nuestros contemporáneos conocen: NO-FUTURO. Tal es el nombre de la falta absoluta de esperanza. Y bien sabemos, con dolor, que quien pierde un horizonte y una razón en su futuro, pierde también toda capacidad de actuar en su día presente.
¿Y es posible imaginar un día sin presente? Aunque parezca extraño, yo creo que sí es posible. Es sencillamente la experiencia de la muerte. A la hora de nuestra partida, ¿qué tendremos? Un pasado: lo vivido. Un futuro: el más allá. Ya no habrá más tiempo para cambiar nada. El presente se habrá reducido a un punto, una línea que no podemos controlar, una puerta en que no somos jueces sino más bien juzgados.
Nuestros tres hilos tienen distintos colores y distintas melodías. Cada día hacemos una canción cuando vivimos; hemos pintado un cuadro cada día, cuando volvemos al descanso del lecho apetecido. A veces nuestra canción es disonante o nuestro cuadro es horroroso. Hay días que no quisiéramos que se contaran en nuestra cuenta. Otras veces la música es grata y el cuadro hermoso.
Hay momentos en que necesitamos ver qué estamos pintando y oír qué es lo que cantan nuestros pasos en su trasegar fatigoso y acelerado. Esos son los momentos densos, y probablemente, al llegar al umbral de un año nuevo, nuestros hilos brillan con peculiar nitidez y por eso sentimos que tenemos que revisar qué hemos hecho, qué estamos haciendo y qué tenemos que hacer.
En estos momentos, amigos, lo que yo pido al Cielo es que nos regale luz. Nuestros hilos no vienen de la nada, sino de Dios, que “nos amó primero,” como enseña San Juan. Y por eso nuestro pasado estará claro y a salvo sólo en sus manos. Nuestros hilos no van hacia el abismo, sino hacia Dios, que “prepara casa a los desprotegidos,” como canta el salmo. Sólo en la luz divina encontramos paz con lo que hemos sido y serena esperanza sobre lo que podemos ser. Sólo en esa luz descubrimos cuántas de nuestras tragedias eran en realidad oportunidades y sólo en ella aprendemos a agradecer nuestros bienes en Aquel que es la Fuente de todo bien.
Por mérito de la plegaria eficaz de la Santa Madre de Dios, cuya fiesta inaugura el nuevo año, venga sobre la Tierra un diluvio de nueva luz y de gracia, para que, valorando nuestro tiempo según la sabiduría de lo Alto, hacia la altura se orienten nuestros sueños y también nuestros pasos.
¡Feliz Año para todos!
Fr. Nelson Medina, O.P.