Debía ser Rechazado
Palabra misteriosa, si las hay: el Mesías “debía ser rechazado” (Mc 8,31). No cabe un Mesías “aceptado” ni es bueno que sus discípulos quieran ser aceptados de todos porque tal es el sello de los falsos profetas (Lc 6,26). Del Cristo verdadero, en cambio, leemos: “Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11).
Y así como no es posible que el Mesías rechace a quien se le acerca, pues él mismo dice: “al que viene a mí, de ningún modo lo echaré fuera” (Jn 6,37), así también es imposible que el Mesías no sea rechazado, pues también él dijo: “Es necesario que el Hijo del Hombre padezca mucho y sea rechazado por esta generación” (Lc 17,24-25).
Ser rechazado es algo más serio que “caerle mal” a la gente. Es algo más profundo que volverse “incómodo” en razón de denuncias sociales. Es algo peor que “haber decepcionado” a algunos o muchos de los discípulos, que tal vez vieron defraudadas esperanzas demasiado terrenales. Hay un verbo en inglés que me parece que corresponde a esa mezcla de negación y rechazo: “disown,” que precisamente significa “negar toda conexión con alguien.”
Es como si Cristo dijera: “Es necesario que este mundo niegue toda conexión conmigo.” Puestas así las cosas, suenan de otro modo. El rechazo a Jesucristo refleja un impulso anterior y más hondo que trata de “desconectarse” de él, o de que él quede desconectado del mundo. Tal “desconexión” tiene nombres más sencillos en castellano plano. Se llama “abandono,” “soledad,” “exclusión.”
Pero no nos quedemos en las dimensiones más emocionales o psicológicas de ese abandono y miremos este nuevo aspecto: el mundo, al excluir a Cristo, también lo ha declarado libre de la lógica “intramundana.” En un primer momento el excluido nos parece el más pequeño y más pobre; si miramos de nuevo, en cambio, descubriremos que el totalmente excluido es el perfectamente libre.
Viene a resultar que aquel a quien todos abandonan ya no le debe nada a nadie: sólo se debe al Padre. Al abandonarlo quisieran entregarlo a la nada pero en realidad lo están dejando en manos del que no lo abandona, el Padre. Por eso Cristo dice: “Mirad, la hora viene, y ya ha llegado, en que seréis esparcidos, cada uno por su lado, y me dejaréis solo; y sin embargo no estoy solo, porque el Padre está conmigo. Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tenéis tribulación; pero confiad, yo he vencido al mundo.” (Jn 16,32-33). Esos dos versículos tienen una perfecta unidad: sólo hay paz para el que ya no depende del mundo, porque sólo este sabe que el mundo no le podrá quitar lo que tampoco le da. Tener paz es depender sólo del Padre.
El rechazo hacia Cristo se convierte finalmente en el envío de Cristo hacia al Padre. Tal es el contexto de la Ultima Cena; tal es el memorial de cada Eucaristía: “Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que su hora había llegado para pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). La Eucaristía transforma el rechazo que sufrimos en ofrenda que presentamos. La Eucaristía convierte a los deportados en hijos amadísimos. Es un pan que no entendemos si no nos destierra el mundo pero sobre todo si no sentimos el murmullo que nos llama a comunión, “y en verdad nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1 Jn 1,3).