De camino al aeropuerto
Federico y Fidelio han terminado de modo casi abrupto su conversación, pero las ideas siguen bullendo, como el café recién hecho, en la cabeza de Federico.
–¡A ti quería verte, Renata!
–Federico, ¡mucho gusto verte! ¿Tomando un café para vencer el frío?
–Sí, aunque ni mucho café tomé. Vieras tú: estaba con el Reverendo Padre Fidelio, y acabamos de tener una conversación de lo más interesante. Es buen tipo, el Fidelio.
–Sí lo vi salir de esta misma cafetería con cierta prisa. Él iba por la otra acera y no me saludó, me imagino que porque se le hacía tarde para el rezo. Pero como tú dices: es un buen hombre. ¿Y por qué querías verme?
–Porque te podrás imaginar de qué se habla con Fidelio. Bueno, tal vez estoy caricaturizando mucho. A ver: yo lo abordé de frente con el tema de la sotana. Tú sabes que el hombre es inquebrantable en sus costumbres y en sus ideas. Así que hace cinco minutos hemos terminado un coloquio magno sobre el tema.
–¿Y dónde entro yo?
–Hermanita, porque tú conoces de algún modo las dos posturas. Tú fuiste de las abanderadas de la Presentación en eso de dejar el hábito, pero luego diste el cambio otra vez, y ahí se te ve muy elegante con tu hábito. ¿Quién mejor que tú para darme una opinión ponderada sobre el asunto?
–Pues… gracias por las flores. Lo que pasa es que quedé de recoger a una Hermana al aeropuerto. Si tienes el tiempo, vamos comentando y recogemos a esta Hermana. Yo digo que te conviene, porque si estás interesado en esa clase de temas, esta viajera es muy fuerte en contra del hábito: verás que es lo primero que me dice.
–Yo estoy supuestamente de vacaciones así que no tengo prisa, como cosa bien rara… ¿De dónde viene la Hermana? ¿Es del grupo que fue a Brasil?
–De las mismas; tal vez tú la conoces, es la Hermana Libertad.
–¡No digas, Renata! ¿No fue ella la que estuvo contigo en la preparación de un Congreso Nacional de Religiosos en Formación, o “formandos,” como los llaman ustedes?
–¡La misma!
–Es una mujer muy inteligente, y con mucho “carisma” como dicen ahora.
–Yo pienso, Federico, que esa misma capacidad de percepción de ella es la que la ha llevado a comprometerse a fondo con una cantidad de proyectos y de “rollos” que la han marcado muchísimo. ¿Qué no le han dicho a Libertad? La han tratado de comunista, atea, amargada. En una reunión un señor le gritó que a ella lo que le faltaba era marido.
–¡Qué cosas! Parece que nuestra cultura no está muy acostumbrada que las mujeres piensen con su propia cabeza…
–Yo digo lo mismo. Pero esa vez del grito fue muy bonita. Yo estaba sentada en la parte de atrás del salón, y los ánimos se habían caldeado al extremo. Libertad estaba hablando sobre las causas estructurales de la pobreza, y presentando las dos cosas que menos le gustan a mucha gente: diagramas reales de ingresos y gastos, y nombres de los responsables, incluyendo gente del gobierno. Ella estaba hablando con mucha seguridad, y muy apersonada de la situación. De repente se levanta este hombre y le dice eso…
–¿Y ella qué respondió?
–Lo que nadie se esperaba. Cuando el hombre se cansó de gritar, ella le preguntó: “¿Usted ha leído a San Ignacio de Antioquía?” Por supuesto, el otro dijo que no. Y ella siguió, sin levantar la voz: “Yo sólo puedo repetir lo que él dijo: Mi amor está crucificado.” Y agregó: “Pero no estoy aquí para hablar de mí, sino del dolor que embarga a nuestro pueblo. Sigamos…”
–¡Magistral eso, Renata!
–Ella tiene esas salidas. ¡Pregúntamelo a mí, que trabajé años con ella!
–Pues sí te quiero preguntar algo, y no por lo que dices ahora, sino por otras cosas.
–Dime, no más.
–A ver… es algo un poco personal: ¿por qué, si tú estabas en esa línea de la teología de la liberación, y si de hecho has trabajado al lado de personas del temple de Libertad, luego como que diste marcha atrás?
–¿Lo dices por lo del hábito que volví a vestir?
–Por el hábito y un poco por todo. Vistas las cosas desde fuera, es como si algo te hubiera desencantado de todo ese proyecto. ¿Es acaso porque la Iglesia, o sea, la Jerarquía, le retiró su apoyo a esa corriente teológica? No soy nadie para preguntártelo, pero ¿fue que te dio miedo?
–Federico, ¡si yo te contara! La respuesta corta es: no fue por los documentos del Vaticano. Yo no reacciono así. Ciertamente, no tengo el ardor revolucionario o incendiario de Libertad pero tampoco me considero una persona cobarde. Mi temperamento va más por el estudio. De niña, me acuerdo que aprendí lo que quería decir “filóloga” y, que yo me acuerde, esa fue mi primera vocación: quería darme a la filología.
–¿Y la filología te devolvió el hábito?
–No la filología pero sí la semiología, que se le parece. ¿Te acuerdas el curso que hicimos para un postrado en la Facultad de Teología?
–¿Lo de semiología? ¡Por supuesto! Sería el año 93 o 94, creo yo.
–El 94. Bueno, ahí empezó todo; o mejor dicho: ahí volvió a empezar. Y fíjate que tiene sentido: al fin y al cabo un hábito es un signo.
–Es lo que yo digo: no se debe reemplazar la realidad por el signo. Y la idolatría de los signos produce el reinado de las apariencias. Si queremos ser auténticos necesitamos ser más sencillos. ¡Sencillez es lo que la Iglesia está necesitando a gritos! Yo digo: desmontar estructuras, barrer burocracia, simplificar procesos, abrir caminos. Si lo que trajo Jesús en el fondo es tan simple y tan directo, ¿por qué la Iglesia tiene que volverlo complicado, legislado y recargado? Oye, Renata, pero ¡tú pensabas así también! De hecho, cuando hiciste el curso aquel ibas de ropa particular, sin más atuendo particular que tu gran sonrisa…
–Yo me acuerdo que a ese curso asistíamos como trece o quince religiosas, y ninguna llevaba hábito, salvo una Hermanita Mercedaria, robusta ella, ¿la recuerdas?
–La Hermana Caridad, creo que se llamaba…
–Pues mira que eso mismo empezó a llamarme la atención: digamos, catorce religiosas de siete comunidades distintas, y ninguna con hábito.
–¿No era eso una buena noticia para ti, como decir: un buen comienzo?
–El primer día lo pensé así, pero ya no al segundo día, ni nunca después. Tú sabes: las mujeres somos muy observadoras, o mis quisquillosas, si se quiere.
–¿Y qué fue lo que observaste?
–Que a lo largo del semestre nosotras empezábamos a vestirnos cada vez más de acuerdo con cierta moda “revolucionaria” de la época. Por ejemplo: la bufanda tejida de lana virgen era “de rigor.” Un día que no llegó el cura este… no recuerdo el nombre, el jesuita, estábamos las catorce en fila, ahí en la baranda cerca del salón. ¡Parecíamos catorce novicias de una misma comunidad! Todas con la misma bufanda, el mismo peinado, la misma falda a media pierna, las sandalias. En resumen: descubrí tres cosas. Primera, que de hecho yo había cambiado un hábito, el de las Hermanas de la Presentación, por otro, el de las revolucionarias. Segundo, descubrí que en todas las formas de vestir entre la vanidad, y que toda vanidad termina haciendo homenaje al Mercado Omnipotente. Y tercero, que si se podía llevar esa ropa revolucionaria por convicción, ¿por qué no se podía admitir que una religiosa “tradicional” usara también con convicción y espíritu de genuina pobreza el hábito de su Comunidad?
–Explícame mejor lo de las modas esas. Yo nunca me di cuenta de que eso estuviera sucediendo en mis narices…
–¡Es que tú eres hombre, y los hombres a veces viven metidos en sus ideas abstractas o sus idealismos racionales! Las mujeres tendemos a ser más concretas y observadoras, como te dije. Mira: un día me vi a mí misma recorriendo toda una tarde los almacenes de Chapinero, buscando una mochila que tuviera bordado el mapa de Latinoamérica, porque una de las Hermanas llegó con una mochila preciosa de esas, y se hizo la tonta y nunca nos dijo dónde la había conseguido. Sé que es una bobada, pero a eso voy: cuando uno se pilla a sí mismo haciendo eso, uno se vuelve más crítico con uno mismo. Yo descubrí que yo quería criticar todo en el mundo y la Iglesia, pero que había cosas básicas mías que estaban todavía bajo el imperio de modas y vanidades.
–No te lo niego, peor al fin y al cabo, ustedes son mujeres. Yo no creo que la consagración religiosa les quite el ser femenino.
–Por supuesto que no. Marie Poussepin, nuestra fundadora, fue también muy femenina; deliciosamente femenina, si quieres admitirlo. Pero lo que yo pido es que juguemos limpio: si nos vamos a quitar el hábito por dar espacio a esa parte de nuestro gusto de mujeres, digámoslo así, y no nos pongamos a disfrazar las cosas con teorías sociales o gritos de revolución.
–Pero es que yo no creo que la intención al dejar el hábito sea transigir con la vanidad femenina. La intención era otra. Repito: ¡simplificar, simplificar, simplificar!
–Estoy de acuerdo, Federico, pero aquí vuelvo con lo mío. Si una intención se puede torcer, se puede torcer en todas partes. Y si una intención torcida se puede rectificar se puede rectificar en todas partes. Me explico: si se puede usar mal la ropita revolucionaria, y también usarla bien, lo mismo vale para el hábito. Y si somos sinceros, los hábitos, sobre todo los que usamos las Hermanas ahora, son modelos de pobreza, sencillez y servicio. Así que no he dejado la revolución, Federico: ¡ahora menos que nunca!
¿Se diría que hace falta un poco de Libertad?