Solo Dios puede hablar bien de Dios.
En relación a Él, nosotros somos un poco como esas pelotitas que se ven en las ferias, sostenidas por un chorro que las mantiene en equilibrio. «Dios da a todos la vida, el aliento y todo… En Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,25.28).
La única certeza que podemos manifestar acerca de Dios es que Él existe como una presencia inefable, una energía a la vez misteriosa, prodigiosa e inteligente, continuamente actuante sobre el mundo, que nos piensa y nos produce a cada instante, porque nosotros no somos el origen de nosotros mismos, como tampoco nuestros antepasados eran origen de sí mismos…
No es lo mismo hacer un pastel o construir una casa que dar la vida a un hijo. Esta tarea requiere una fuerza que nos sobrepasa y que nos es transferida.
Todo lo que podemos añadir es que somos atraidos por una sed de verdad y bien que se nos impone íntimamente y ante la que toda resistencia es vana. Esta corriente de inteligencia, de amor a la verdad y al bien, tiene su origen necesariamente fuera de nosotros.
Es preciso hallar en esta fuente en estado concentrado, en un grado superior, aquello que hallamos en este flujo que somos, es decir: una inteligencia, un amor a la verdad y al bien, en una palabra, una persona. Pero esta fuente, por su misma naturaleza, permanece misteriosa para nosotros, pues ella es el continente y nosotros solo una partecita del contenido.
Dios desborda necesariamente nuestra inteligencia, como el mar desborda el pozalito del niño que en la playa quiere recogerlo (San Agustín).
Dios es infinitamente Otro. Solo podemos captarlo dejándonos captar por Él, o sea adorándolo. No se manifiesta y revela en nuestra conciencia sino cuando nos sujetamos a su voluntad y hacemos a Él la entrega de nosotros mismos.
«Oh tú, el más allá de todo, ¿cómo darte otro Nombre?» (San Gregorio Nazianceno).
• «Yo soy El que soy» (Ex 3,14; Rom 11,34).