Estos días he escrito mucho sobre la Iglesia. Es porque mi dolor, mis preguntas o mis tentativas de respuesta sobre el significado del pontificado de Juan Pablo II brotan de algo más que la admiración o la crítica a ese hombre “gigante.” Aún más que el amor a una persona, cuyo ministerio necesariamente es temporal, lo que descubro es un amor inmenso, incontenible por el misterio de la Iglesia.
Sé que esto sonará exagerado a algunos pero lo que siento es que la Iglesia es la vida mía. Lo que le pase a Ella me pasa a mí; me duele su carne en mi carne; me alientan sus esperanzas, me alegran sus alegrías.
Es algo que trasciende las manifestaciones particulares de un misterio que sin embargo sólo existe en lo particular. La descubrimos en el sencillísimo campanario de un templo parroquial en alguna vereda en Colombia, y también en la magnificencia de la Plaza de San Pedro. Existe en comunidades diminutas con sus problemas casi domésticos, y también en el peregrinar de millones de hombres y mujeres en Africa, Norteamérica o Europa. ¡Nada es demasiado grande ni demasiado pequeño cuando se trata de la Iglesia! En Ella todo importa, todo repercute, todo influye y refluye de modos sorprendentes: lo inmenso en lo modesto, el detalle en el conjunto.
En la Iglesia hay expresiones visibles y constatables: una corriente teológica, un escándalo sexual, una forma de celebrar la misa, una nueva orden religiosa, una publicación periódica, la proclamación de un santo, el tufillo de soberbia de algún monseñor, la inocencia de un niño en su primera comunión… Todo ello se da de manera palpable y tangible.
Pero hay siempre algo más. Alguien más: es Cristo aconteciendo sin cesar en el dolor de sus llagas o el esplendor de su Pascua. Es Cristo colmando todo de una manera inefable, eficaz, sutil, poderosa, esplendorosa, compasiva, imparable, majestuosa y sabia.