Gloria al Padre y al Hijo,
gloria al Espíritu.
Honor y bendición al único Santo;
alabanza y amor al único Bueno;
al único Justo, al único Sabio,
al único Bello, al único Eterno,
al único Dios Verdadero.
Son mis palabras para darte gracias;
de ti recibidas, son gracias que hablan;
secretos de tu amor, palomas blancas,
aplausos de tu gloria, aves que cantan
tus maravillas y mis esperanzas.
Padre de Bondad,
pues fue tu voluntad
que yo existiera,
y que te amara, y fuera
imagen tuya,
imagen soy que te pregunta:
¿qué quieres de mí?
Suspira por vivir
esta, tu imagen,
que de la nada parte
y hacia la noche torna.
¡Sombra!, ¡tres veces sombra
sedienta de luz!
Dímelo tú,
Padre Dios,
¿qué imagen soy yo?
¿Llámase espejo el pozo
que en su nada refleja el todo?
¿Llámase canto el silencio,
o eternidad el breve tiempo,
o día la tiniebla,
sólo porque muestra
en su negra entraña
que otra es la lumbre clara?
Imagen soy que bien pregona
–se me antoja–:
“distinto es mi Hacedor.”
¡Oh, Señor!,
y sin embargo,
algo en común llevamos,
pues si al verme reconozco
que soy nada y eres todo,
¿de dónde lo aprendí?
No fue de mí.
¿Quién me enseñó, pregunto,
que más grande que el mundo
es la gloria de tu Nombre?
¿Un hombre?
Y el calor de sus palabras
y el vigor de su mirada,
¿de dónde le vinieron?
¡Felices pensamientos,
altísimas razones!
Pero, pregunto, ¿de dónde
proviene el razonar?
Para poder interrogar
a tu luz inalcanzable,
me alcanzó tu mano, Padre,
y me asió tu lejanía.
Y descubrí con alegría
que cuando declaro,
por tu luz iluminado,
que tú eres inmenso
y yo tan pequeño,
la luz que así te aleja
a ti, Señor, me acerca.
Imagen, pues, he de llamarme,
y de nuevo preguntarte:
¿qué quieres de mí?
Qué quiero yo de ti,
tampoco sé.
Puede ser
porque todo necesito,
o acaso, Padre mío,
porque a dos preguntas tan iguales
una sola respuesta baste.
Dios y Palabra,
¿por qué callas?
¿Mi voz te hace callar
o tu silencio me hace hablar?
¿O hablas tú por mi boca
cuando te interroga?
¡Sin duda!
Feliz quien te pregunta,
¡mil veces feliz!
Porque el hambre de ti
alimenta,
y siempre te encuentra
aquel que te busca.
¡Oh, tú, mi pregunta,
oh, tú, mi respuesta!
¡Cómo te anhela,
Dios mío,
mi desvarío!
Te pregunto qué quieres,
porque quiero quererte.
Levanto mis ojos
a ti, Dios de todos,
pues qué cosa miren,
si están tristes,
no sabe mi alma.
Mares y montañas,
ciudades y campos
supieron mis pasos:
Ya no quiero caminar
sino en tu voluntad.
Y no sabiendo qué hacer,
solo una cosa sé:
que he de abrir mi corazón
a la oración,
y recibir de tu bondad
toda verdad.
Sea ese el primer punto,
y éste el segundo:
someter todo deseo,
oculto o manifiesto,
a tu divino querer.
Aprenderme a doler
de mis culpas y yerros,
sea esto lo tercero,
junto al ansia de extirpar
la raíz de todo mal.
Una cuarta consigna
tu clemencia me inspira:
mi vida confiarla toda
a tu inmensa misericordia.
En quinto lugar,
esperaré de tu piedad
la luz que hoy requiero,
no los detalles pequeños
del pasado o del futuro.
Un sexto consejo escucho,
que también me lleva a ti:
con presteza he de acudir
al juicio de mi conciencia,
que su voz, clara y serena
es palabra de tu amor.
Y pues Palabra de Dios
es la Sagrada Escritura,
un séptimo lucero alumbra
mi sendero en tu querer:
la historia de Israel,
la vida de Jesús,
que halla vértice en la cruz,
en suprema analogía
de mi noche y agonía.
La octava enseñanza
es en sí la Iglesia Santa:
en su magisterio,
dame Dios oír a Pedro,
y en su historia y en sus santos,
y en sus ejemplos tantos,
aprender de buena gana
todo lo que me hace falta.
Y porque se cumpla todo esto,
va el noveno consejo:
acogeré la opinión
de los siervos de mi Dios.
No debo buscar a muchos,
pero sí quererlos seguros
por su pureza de vida
y por su recta doctrina.
En el último lugar,
el décimo criterio va:
cuando después de pensarlo,
y de orar y consultarlo,
siga por un camino,
no dejaré que el capricho
me haga cambiar de senda.
Tampoco con alma terca
insistiré en el error,
mas tendré por decisión
lo que se haya decidido,
a menos que no se haya visto
algún peligro tan grave
que por serlo me llevare
a dejar mi antiguo rumbo.
De otro modo, es más seguro
proseguir lo comenzado
y no dar por acabado
lo que está por medio hacer.
Así, Señor, obraré,
así, piadoso, Padre.
Tú que lo inspiraste,
dame, Dios, que lo viva.
Transcurran así mis días
de camino por la tierra;
así me abra la puerta
de tu mansión celestial
y me salude, tu paz.
¡A ti, Padre, el honor,
por tu Espíritu de Amor,
en Cristo, de reyes rey,
por siglos sin fin! ¡Amén.!