La música está inscrita en nuestro ser. Llevamos ritmo y melodía en los procesos más básicos, incluyendo la respiración y la circulación, así como el acto mismo de nacer. No es extraño que la música tenga tanta capacidad de influencia en nuestra actitud, o en la manera como nos abrimos o cerramos a lo trascendente. Hacer música entraña entonces una gran responsabilidad porque supone acceder a una forma peculiar de influir sobre otras personas.
(1) La música crea una atmósfera; facilita o dificulta un ambiente de fe. Hay que evitar caer en un ambiente puramente de fiesta, si no es de veras un ambiente de fe.
(2) La armonía es muy importante en la música. Nos habla de cómo diversas experiencias de fe, y de hecho: diferentes personas, pueden concurrir en la creación de una sin-fonía. Pero el presupuesto es que haya armonía entre lo que presentamos en un congreso o en un oro, y lo que es la vida nuestra de cada día.
(3) Los ministerios de música son caminos de servicio, y ello quiere decir que la pretensión de protagonismo arruina la obra de evangelización.
(4) Un poco de creatividad es buena porque despierta, inspira y motiva. Pero usar el ministerio para presentar sólo o principalmente las propias inspiraciones va en contra de un verdadero propósito de evangelizar. Una buena medida es que por lo menos dos terceras partes de lo que se interprete en una asamblea ha de ser previamente conocido por la asamblea.
(5) ¿Y cómo está nuestro sentido de pertenencia a la Iglesia Católica? Un exceso de entusiasmos por la música protestante ha producido tres desfases: (a) demasiado subjetivismo y énfasis del “yo”; (b) contenidos doctrinalmente sesgados o incompletos; (c) adaptación de cualquier estilo musical: puede atraer a algunos, pero puede alejar a otros.
Con espíritu de fe y de generoso servicio a Dios y a la Iglesia daremos fruto abundante, en el Nombre del Señor.