Una definición difícil
No es tan fácil definir qué es algo feo o en qué consiste la fealdad. Tal vez la primera palabra que viene a la mente es “desproporción.” Lo feo es desproporcionado; peca por exceso o por defecto.
Según eso, uno esperaría que lo feo siguiera una regla sencilla: a mayor desproporción, mayor fealdad. La cosa no es tan sencilla. Si tomamos un rostro bello y lo sometemos a un poco de desproporción obtenemos un rostro feo. Pero si la desproporción se hace de modo extremo, por ejemplo, rompiendo la imagen en un millón de pedazos luego colocados al azar, lo que queda ya no es un rostro y por consiguiente tampoco es un rostro feo.
Esto significa que lo feo requiere una desproporción dentro de ciertos límites, o si se permite la expresión, una desproporción proporcionada. Cosa que implica que en el margen de lo que llamamos “feo” puede darse una nueva forma de armonía o de proporción, es decir, lo que es propio de la belleza. Esto produce un resultado paradójico que todos conocemos: lo que para una persona es fealdad consumada para otra puede ser un encanto escondido. Un lunar, por ejemplo, debería ser considerado una imperfección pero hay personas cuyos lunares parece que las hacen más encantadoras.
Cabe entonces preguntarse si existe lo que sea feo para todo el mundo, sobre todo porque la fealdad y la hermosura son mucho menos accesorias de lo que solemos creer. La belleza tiene poder porque despierta amor. La fealdad tiene poder porque despierta en nosotros una reacción de protegernos –porque nos amamos. Belleza y fealdad tienen que ver con el amor, y el amor tiene que ver con todo en la vida.
Así pues, la pregunta si hay algo detestable o feo para todos equivale a si hay algo que todos quisieran rechazar. Este es el punto en que la estética se toca con la metafísica.