Érase una vez un antiguo reino con gran abundancia de ríos, cultivos y ganados. No todo era felicidad, porque el rey de aquella región era persona muy codiciosa, y fue así que un día decidió poner un impuesto nuevo: el Impuesto a la Felicidad.
La primera reacción de la gente fue esconder su felicidad: ¡no querían que les cobraran por ser felices! Cada uno procuró disimular la sonrisa. Los días eran grises, aunque hiciera mucho sol, y los papás enseñaban a los hijos que debían hacer mala cara en todas partes, y mostrarse siempre amargados o disgustados. Las cosas llegaron a un punto en que los cobradores del nuevo impuesto no sabían a quién cobrarlo, porque sólo la desolación aparecía en los rostros.
Entonces uno de los cobradores fue donde el rey y le informó de la situación: “Sólo vemos tristeza o ira; no hay a quién cobrarle el Impuesto de la Felicidad.” El rey mismo se llenó de ira y de tristeza, porque él siempre pensaba que sus ideas eran las mejores, y sentía que esta vez las cosas no le habían salido como las había planeado.
Un día se le ocurrió otra idea. Decidió disfrazarse para acompañar a los cobradores. Quería verificar por sí mismo si era verdad que había tan poca felicidad en su reino, y por eso se fue a recorrer durante un mes los extensos predios de su dominio. Lo que descubrió le heló la sangre. Por ejemplo, un campesino dijo: “Yo sería feliz si pudiera vender mi cosecha a un precio justo.” Una muchacha del pueblo dijo: “Yo sería feliz si pudiera terminar mis estudios, pero mi familia es demasiado pobre.” Un profesor dijo: “Yo sería feliz si el rey nos diera el dinero que prometió para reparar la parte dañada del viejo edificio de esta escuela.” Y así cada uno tenía una razón para sentir que no era feliz. El problema no era sólo el impuesto: ¡había tantas cosas por arreglar y corregir!
Envuelto en estos pensamientos el rey volvió a su palacio. Lamentablemente le esperaba una noticia muy triste: su única y preciosa hija había caído gravemente enferma y de veras se temía por su vida. El rey decidió promulgar un edicto avisando a todos que el Impuesto de la Felicidad quedaba inválido ante el dolor que sufría la Casa Real. En el mismo edicto anunciaba una gigantesca recompensa para aquel que fuera capaz de curar a su amada niña.
Al día siguiente apareció el campesino. Llevaba una bolsa con frutas ácidas de la montaña. Preparó un jugo de sabor muy fuerte, que sin embargo le sentó muy bien a la princesa. Por primera vez pareció que la enfermedad se detenía y retrocedía.
Al poco tiempo llegó aquella muchacha que el rey había conocido en el pueblo. No traía ningún medicamento sino que le dijo al rey: “Sé que la vida del palacio es muy hermosa pero también muy solitaria. Pienso que la princesa necesita una buena amiga, y eso alegrará su corazón.” La propuesta pareció extraña al principio pero el rey dio permiso de que la joven se quedara unos días con su hija. El progreso de la princesa fue evidente a todos, aunque ciertamente no quedó completamente restablecida.
Así estaban las cosas cuando el profesor llegó también una cierta tarde. El rey lo miró con extrañeza, aunque el profesor no lo reconoció. Y el profesor dijo: “De la tierra recibimos alimentos y medicinas; de nuestros amigos recibimos solaz y compañía, pero el corazón humano sólo descubre las fuentes de la alegría cuando descubre en dónde están las fuentes del amor, de la fe y de la esperanza. Y es esto lo que vengo a traer a tu hija, oh Rey: conocimiento de las maravillas de la tierra y conocimiento de la esperanza del cielo.”
Parecióle bien al rey esta otra propuesta, y fue así que su hija empezó a recibir instrucción en ciencias humanas y divinas. Conoció de las riquezas de la naturaleza y los tesoros de la Sagrada Escritura. Aprendió a distinguir los mares y también los sacramentos. Pudo maravillarse del cuerpo humano y del Cuerpo de Cristo en el altar. Al final, su salud estaba no sólo recuperada sino que era visible a todos que nunca la princesa había estado ni tan hermosa ni tan saludable.
Lleno de gratitud, el rey preguntó a sus tres amigos cómo podía pagarles. Ya le parecía poca la recompensa que había ofrecido. La joven del pueblo dijo: “Tengo el tesoro de la amistad, y eso vale más que todas las recompensas.” El campesino dijo: “Tengo el tesoro de ver tu corazón cambiado; ahora rebosas benevolencia para con nosotros los pequeños, y eso vale más que todas las recompensas.” El profesor dijo: “Tengo el tesoro de ver que la luz de la sabiduría se abre paso en tus dominios, y eso vale más que todas las recompensas.”
Sonriendo, entonces, el rey le preguntó a la hija: “¿Qué crees que debemos hacer por estos bondadosos súbditos, que no parecen sino enviados del Dios Altísimo?” Y la princesa respondió: “Si un día pensaste en un Impuesto a la Felicidad, ¿no será llegado el tiempo de abrirle un Puesto a la Felicidad en el corazón de todos, empezando por los más pobres?” La sonrisa de gozo del rey jamás se borró de la memoria de quienes estuvieron ese día inolvidable.