Señor Jesús, vivo y presente en el santísimo sacramento del altar. Señor Jesús, vivo y presente en este lugar bajo la apariencia de pan. Y vivo y presente en cada sagrario y sobre cada altar donde se celebra válidamente el santo sacrificio de la misa. Jesús, te adoramos con todo nuestro amor. En ti ponemos nuestra confianza. En ti está nuestra alegría y en ti nuestra esperanza. De lo profundo de nuestro corazón que fue bautizado por ti, brota el gozo de decirte: Amado mío, Pastor mío, amigo mío, señor de mi alma.
Sí, Jesús, somos el pueblo que adquiriste a precio de tu sangre. Somos miembros de tu cuerpo. Somos ovejas de tu rebaño. Ahora tú, que fuiste el unigénito, pero que has querido ser el primogénito de muchos hermanos, ahora tú puedes contemplar a esos hermanos que tú adquiriste por el altísimo precio de tu sacrificio y de tu sangre. Somos tu familia. Somos hermanos tuyos. Por eso podemos orar como tú nos enseñaste cuando decimos Padre Nuestro. Somos hermanos tuyos, somos ovejas de tu rebaño, somos miembros de tu cuerpo.
Y nosotros con San Pablo podemos repetir: ¿Quién podrá separarnos del amor de Dios? Nada puede separarnos porque aquí, lo mismo que en el matrimonio, pero incluso más que en el matrimonio, se cumple: lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre. Y Dios, Dios nuestro Padre, nos ha unido a ti según aquellas palabras de San Juan: Nadie puede venir a mí sin que el Padre lo atraiga. Y también dijiste: Nadie puede arrebatar las ovejas de mis manos, porque el Padre es mayor que todos y ha puesto las ovejas en mis manos.
Aquí estamos, Señor Jesús, llenos de confianza. En Ti hemos encontrado nuestro descanso porque Tú lo anunciaste: Vengan a mí, los que están cansados y agobiados. Y aquí estamos nosotros, que venimos cansados, hastiados de los engaños del mundo. Hastiados de la persecución de los incrédulos, hastiados de la indiferencia, el hielo de indiferencia con que tantos reciben tu Evangelio y tu presencia eucarística. Pero hemos escuchado al apóstol San Pedro que dijo el día de Pentecostés: Escapen de esta generación perversa. Por eso estamos aquí, Señor. Porque como dice el Salmo, hemos salvado la vida como un pájaro de la trampa del cazador. La trampa se rompió y escapamos.
Y sí, Señor, así es. La trampa se rompió. Las múltiples estrategias, los múltiples engaños de Satanás formaban una red que nos tenía atrapados. Pero la fuerza de tu palabra Nos sacó de esa tumba donde ya estábamos por el pecado. Y así como Lázaro en otro tiempo escuchó: “Lázaro, sal fuera”, y el poder de tu palabra lo sacó de las garras de la muerte, así también, Señor, tú con la gracia del bautismo, tú con la gracia de la absolución sacramental en la confesión, nos has sacado del dominio de la muerte. Bendito sea Dios, así canta San Paulo. “Damos gracias a Dios, Padre, que nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz. Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido”.
Eso se ha cumplido en nosotros. Hemos sido arrancados del dominio de las tinieblas. Hemos sido arrancados del dominio de los horóscopos, de la brujería. Hemos sido arrancados del dominio del espiritismo. Hemos sido arrancados de las garras pegajosas de la nueva era. Hemos sido arrancados de los lazos pegajosos de la meditación trascendental, del budismo zen y del yoga. Hemos sido arrancados, Señor, de las cadenas asquerosas de la impureza. Hemos sido arrancados para presentarnos ante ti y decir: tú me hiciste libre.
Para decir gracias, Señor. Nosotros, Señor, somos como aquel leproso que quedando libre de su enfermedad, se apresuró para volver a ti y darte gracias y darle la gloria a Dios. Ese leproso, Señor, soy yo. Esos leprosos agradecidos, esos somos nosotros. Y como somos leprosos curados y leprosos agradecidos, por eso entendemos, Señor, que no tenemos otra vida sino estar junto a ti. Junto al apóstol San Pedro decimos: “¿A quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna”. Junto a María Magdalena nos arrojamos a tus pies y queremos llenar de besos tus plantas benditas atravesadas por el agujero de los clavos. Alabado eres, Señor Jesucristo. Bendita tu sacratísima pasión. Bendito tu sacrificio tan fecundo.
Porque bien nos dice el apóstol San Pedro, hemos sido adquiridos a precio de sangre. Tú nos adquiriste al altísimo precio de tu santísima sangre. Y por eso nosotros somos tuyos. Por eso nosotros ya no nos pertenecemos. Por eso nosotros ya no tenemos más vida que tu vida. Y por eso decía el apóstol San Pablo: para mí la vida es Cristo y la muerte una ganancia. La vida es Cristo, porque el que se aparta de ti no conoce sino muerte, tiranía de la muerte, dominio del diablo. Para mí la vida es Cristo, decía San Pablo, pero luego agregó: Y la muerte una ganancia. Y así está bien dicho, Señor, porque efectivamente, cuando llega la hora de la muerte, se abre la puerta. Y se entra en la eternidad.
Por algo tú nos consolaste diciendo, me voy, pero me voy a prepararles un lugar. Y esa fue tu muerte. Y esa fue tu ascensión a los cielos. Ir a prepararnos un lugar. Y sabemos por fe, y afirmamos con esperanza que ya en la gloria del cielo hay un sitio que tiene el nombre, el nombre de cada uno de nosotros. ¿Habías pensado eso, hermano? Que ahí está tu verdadera ciudadanía. Que lo importante no es si tu pasaporte dice Perú, o si dice Japón, o si dice Unión Europea, o si dice Canadá, o si dice Estados Unidos. Tú tienes un pasaporte espiritual y hay una llave que Dios ha puesto en tu mano, la llave de la fe, la esperanza y el amor. Y con esa llave, tú vas a abrir las moradas del cielo. Tú vas a entrar y tendrás una habitación para siempre en la Jerusalén del cielo. La próxima vez que te pregunten, oye tú, ¿dónde vives? Vas a responder: mi corazón ya vive en Jerusalén. Todavía estoy aquí por Ate o por Chosica. Todavía estoy por Lima. O por Bogotá. Pero eso no importa. Mi corazón ya está en Jerusalén. Mi corazón ya está junto a mi amado. Y no tengo otro pensamiento. Y para mí la muerte es una ganancia. Por eso también decía Santa Teresa de Jesús: “Vivo sin vivir en mí y tan alta dicha espero que muero porque no muero”.
Alabado seas Jesucristo, verdadero, vivo y viviente. Por algo saludaste en el capítulo primero del libro del Apocalipsis, diciendo… Yo soy el que estaba muerto pero ahora vive. Yo soy el que era, el que es y el que viene. Ese eres tú, Jesús, el que era, el que es, el que ha de venir. Señor Jesucristo, Puesto que tú eres Señor de nuestras almas, puesto que no tenemos otra esperanza sino la obra de la gracia, de tu gracia en nosotros, te suplicamos, danos esa gracia. Que nuestra vida no transcurra entre vicios y pecados, Señor. Que nuestra vida no transcurra entre miedos y angustias. Que nuestra vida no transcurra entre la depresión y el cansancio. Que nuestra vida no transcurra entre peleas y rencores. Que nuestra vida sea siembra como fue tu siembra y lo dijo el apóstol San Pedro en Hechos de los Apóstoles capítulo 10: Pasó haciendo el bien.
Pero para que nuestra vida sea como la tuya, necesitamos que tú nos des vida, Jesús. Derrama el Espíritu Santo. Derrama el don del Espíritu. Danos esa vida, la vida que no muere. Danos esa vida, la vida que no se apaga. Danos esa vida, la vida que no engaña. Danos ese Espíritu Santo, que nos regocijemos en ti. Hermano, pide el don del Espíritu Santo, pide la vida, que es vida y no muere. Pide: ven Espíritu Santo de Dios. Pide ese don del Espíritu, pídeselo a Cristo resucitado. Bien nos dice el apóstol San Pedro que Cristo resucitado recibió y repartió, así dice, recibió y repartió el don del Espíritu Santo.
Jesús vivo, Jesús resucitado, que has recibido la sobreabundancia del Espíritu y lo repartes. Derrama sobre nosotros esa vida que sí es vida, esa vida que nunca muere, esa vida que no engaña, esa vida que permanece. Ven Espíritu Santo de Dios. Ven Espíritu Santo de Dios, ven Espíritu Santo de Dios. Oh sí, Señor Jesús, en ti está nuestra confianza, en ti está nuestra alegría. No nos iremos con las manos vacías. Cuando aquellos judíos te acompañaron durante tres días solamente por oír tu predicación y ser sanados por ti, tú dijiste, no quiero despedirlos vacíos porque van a desfallecer por el camino. Y ese fue el motivo por el que hiciste la multiplicación de los panes. No quiero despedirlos vacíos, dijiste tú, Jesús. Y yo estoy seguro que tú estás repitiendo esa frase el día de hoy. No quiero despedir los vacíos.
Tú quieres que como sucedió cuando se proclamó la ley después del destierro, cada uno se lleve un buen pedazo, un apetitoso pedazo de pan dulce a su casa. Eso es lo que tú quieres, Señor, que haya un apetitoso pedazo de pan dulce, como esas tortas que los judíos reservan para los días de fiesta. Pues así te pido yo para esta asamblea, Señor, que cada uno se lleve un apetitoso pedazo de pan dulce, de la dulzura tuya, porque tú eres el pan del cielo. Que cada uno se lleve un apetitoso pedazo de pan dulce para su casa. Que cada uno vuelva a la casa y diga, vengo saciado, vengo lleno, vengo feliz, vengo gozoso, vengo en paz. Jesús me liberó, Jesús me sanó, Jesús me sosegó, Jesús me pastoreó, Jesús me levantó. Alabado sea Jesucristo. Alabado seas Jesucristo, alabado seas Jesucristo, alabado seas Jesucristo, alabado seas.
