Al final de una gran cena en un castillo inglés, un famoso actor de teatro entretenía a los huéspedes declamando textos de Shakespeare. Después de un rato, se ofreció a que le pidieran alguna pieza extra, por lo que un tímido sacerdote le preguntó si conocía el Salmo 23.
El actor respondió de inmediato:
– “Sí, Padre, lo conozco, y estoy dispuesto a recitarlo con una condición… que después lo recite usted.”
El sacerdote se sintió un poco incómodo, pero accedió a la condición. El actor hizo una bellísima interpretación, con una dicción perfecta: “El Señor es mi Pastor, nada me falta…”
Al final, los huéspedes aplaudieron vivamente, elogiando la interpretación.
Entonces llegó el turno del sacerdote… éste se levantó muy despacio y, tras un momento de silencio, cerró los ojos y recitó lentamente las mismas palabras que momentos antes pronunció el actor.
Esta vez, cuando terminó el sacerdote, no hubo aplausos, sólo un profundo silencio llenó la sala mientras algunas lágrimas comenzaban a brotar.
El actor se mantuvo en silencio unos instantes, después se levantó y dijo:
– “Espero que se hayan dado cuenta de lo que ha sucedido aquí esta noche… yo conocía el Salmo, pero el sacerdote conoce al Pastor.”