En esta sociedad en la que prima el ruido, en la que buscamos insensibilizar nuestra conciencia con sonidos, ruidos, palabras… que adormezcan nuestra realidad trascendente, una de las bases de la vida monástica se sustenta sobre el silencio.
Es inherente a la vida monástica el silencio, pero lejos de identificarlo a los ojos de la sociedad como pareja de la soledad, incluso como sinónimo de personas que deambulan por unos claustros ensimismadas en sí mismas, absortas… y alejadas de la realidad que les rodea, entendemos ese silencio como predisposición para la Escucha.
Para nosotras, cistercienses, el silencio es una actitud en positivo, que contribuye a la disposición de escucha del Señor, y por ende de los hermanos. No silenciamos para callar, sino para escuchar; pero más allá, no sólo deseamos escuchar al Señor, sin duda lo prioritario, sino que con esa escucha nos unimos a las necesidades de la Iglesia, de los hermanos y de sus necesidades. El silencio se transforma en escucha cuando el corazón se hace sensible al Señor y a los demás.
Sin duda, hoy día identificamos el silencio con una sensación de vacío, de que algo “pasa”, incluso nos inquieta ese silencio, o mejor dicho es incluso violento esa ausencia de ruido, llega a ser una losa mental sin embargo, a nosotras el silencio nos llena.
No pretendemos convertir nuestro silencio en vanidad al transformarlo en un dominio de nuestros sentidos, sería una arrogancia que incluso estaría más llena de vacío que el propio ruido, sería un error por nuestra parte convertir ese silencio en una escucha de sí misma, en una complacencia de mi mente, en un mero ejercicio de autocontrol. Todo se quedaría reducido a una dimensión humana, exenta de nuestra dimensión trascendente. Nada más lejos de la realidad espiritual del cristiano. En el silencio, nos vaciamos de nosotras mismas, y nos disponemos a llenarnos de ese silencio que sólo el Señor sabe convertir en fuente inagotable de auténtica Palabra.
Nos encontramos con muchas jóvenes que ante la posibilidad que se les plantea de un acercamiento a la vida monástica, rápidamente aseveran que “no serían capaz de estar calladas. ¡Imposible!”. En otras ocasiones, se nos tilda a las monjas de clausura como seres callados, entristecidas por el silencio (en otro momento hablaré de la soledad), mustias por esa ausencia de palabras, de sonidos… Os aseguro que somos personas totalmente equilibradas en ese plano psicológico. No hacemos del silencio una situación traumática, no es una disposición forzada en el ambiente monástico, sino que se consigue de forma natural, logrando una disposición personal y comunitaria que dota a nuestra persona de una de las capacidades que esta sociedad menos valora y que probablemente más nos identifica con nuestra identidad humana (esta sociedad nos aleja de ella), la ESCUCHA.
Cuantas personas hoy día buscan una hospedería monástica en búsqueda de ese silencio… Pero ese silencio de nada sirve si no va acompañado de un silencio interior, de esa predisposición a la escucha del Señor. Es inútil buscar un silencio exterior cuando nuestro interior está lleno de palabrería, de ruidos.
No tengáis miedo al silencio, no tengáis miedo al encuentro con vuestra propia realidad, con vuestra parte más íntima. Es mucho lo que debéis descubrir, es mucho lo que debéis ESCUCHAR… El, os espera.
Podría citar múltiples Padres de la Iglesia, místicos, teólogos, e incluso a nuestra propia Regla, para dar una base doctrinal al silencio, pero como dije en la introducción, no pretendo convertir estos escritos en un tratado teológico o en un manual de espiritualidad, simplemente un compartir de una humilde monja cisterciense, desnudar un alma enamorada del Señor y compartir sus vivencias con almas de bien, desde la más absoluta sencillez tan característica del Cister.
Me dirijo a ti de forma preferencial, joven. No tengas miedo en potenciar esa capacidad de escucha. Te asombrarás de lo que puedes descubrir en el Silencio.
Que Jesús y María te acompañen en tu caminar.
Una Cisterciense.