Cada año la Semana Santa nos brinda la oportunidad única de acercarnos al misterio del amor de Cristo hasta el punto mismo de hacernos uno con Él, tanto en el dolor como en la alegría.
Quiero invitarte a que este año nos acerquemos al Señor de la mano y con los ojos de María. ¿Quién podía entender mejor, hasta donde es posible entenderlo, aquello que sucedía en los días finales de Cristo en esta tierra? ¿Qué corazón pudo acoger mejor la grandeza de ese amor, el amor del Dios humanado, que se vertía sobre el mundo como bálsamo de nuestras heridas, sanación de nuestras llagas y fuerza para nuestros buenos propósitos?
Junto a María, a quien llamamos con humildad corredentora, dispongámonos a amar, contemplar y vivir los misterios centrales de nuestra fe. El modo único de su participación en la gesta salvadora nos invita a entrar en el lazo indestructible de amor que unió a la Virgen y al Hijo. Fue Ella el consuelo único que Dios Padre le otorgó a su Hijo en la hora más amarga, y fue Él la fuerza incomparable que le permitió a Ella estar de pie junto al patíbulo de la Cruz.
Vivamos, pues, este tiempo bendito como discípulos de la mejor discípula que Cristo tuvo; vivamos estos días junto a Aquella que ha sido llamada “Evangelio Vivo” y a quien Dios mismo llamó “Llena de Gracia.” Amén.