Siglo XVI
El descubrimiento inicial del Nordeste de América fue realizado por Sebastián Cabot en 1497 y Juan de Verrazano en 1522. Pero su colonización, al inicio francesa, tardó aún unos años en comenzar. En efecto, cuando Alejandro VI en 1493 repartió en sus Bulas las tierras americanas por descubrir entre España y Portugal, tal decisión no fue aceptada en Europa por todos, y concretamente por Francia. Se dice que Francisco I se quejaba con ironía: «Quisiera ver la cláusula del testamento de nuestro padre Adán, según la cual quedo yo excluido de la repartición del mundo».
Así las cosas, es enviado a América del Norte con fines comerciales Jacques Cartier, que en 1534-1543 levanta cartas del golfo del San Lorenzo y establece algunos contactos con los indios. En su tercer viaje, Cartier llevó seis misioneros y 266 colonos. De todos modos, a finales del XVI apenas hay en el Nordeste de América unos pocos asentamientos de colonos, dedicados principalmente al comercio de pieles, y en todo el siglo la acción evangelizadora es mínima.
En la región de los grandes Lagos y del San Lorenzo, viven los hurones y los iroqueses, duramente enemistados entre sí. Se trata de indios más o menos sedentarios, conocedores de una agricultura elemental, y tanto unos como otros federan cinco tribus. Los algonquinos, indios nómadas, pueblan el norte del San Lorenzo y del valle del Ottawa. Todos estos pueblos, en el siglo XVI, apenas reciben evangelización alguna.
En el sur, sin embargo, los españoles desarrollaron, en medio de grandes dificultades, alguna actividad misionera. Los Obispos de los Estados Unidos, en su carta pastoral Herencia y esperanza: la evangelización de América («Ecclesia» 1991, 522-538), tras afirmar que, entre las naciones europeas, «España superó a todas las demás por sus intensos esfuerzos para llevar el Evangelio a América» (525), recuerdan que «el sacerdote diocesano Francisco López de Mendoza Grajales consagró la primera parroquia católica, en lo que se llama ahora los Estados Unidos, en San Agustín (Florida), en el año 1565, y comenzó a trabajar entre los indios timicuan de Florida» (525).
También recuerdan a los franciscanos de la expedición de Juan de Oñate, en 1599, que «crearon iglesias en el norte de Nuevo Méjico»; los empeños del franciscano Antonio Margil, misionero en Texas a comienzos del XVIII; los grandes trabajos del padre Eusebio Francisco Kino, «el jesuita misionero del siglo XVII en Sonora y en Arizona», y las formidables gestas evangelizadoras del Beato Junípero Serra, franciscano, que «entre 1769 y 1784 fundó nueve de las célebres veintiuna misiones de California» (527).
No olvidan tampoco que «el martirio fue una terrible realidad para algunos de los primerísimos evangelizadores. El buen franciscano Juan de Padilla, que había acompañado la expedición Coronado, fue martirizado probablemente en Quivira, en la pradera de Kansas, en el año 1542, y se convirtió en el primer mártir de América del Norte. Los dominicos españoles Luis Cáncer, Diego de Tolosa y el hermano laico Fuentes, fueron asesinados en Florida, en los alrededores de la bahía de Tampa, en el año 1549. El jesuita Juan Bautista Segura perdió su vida en Virginia en el año 1571» (528). Todos ellos pusieron los fundamentos de la Iglesia de Cristo en los Estados Unidos de América.
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.