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Homilía en las Exequias de Bernardino Medina V.
Fr. Nelson Medina, OP
4 de Febrero de 2021
Queridos hermanos,
El recuerdo de mi padre, ya fallecido, despierta en mí diversos sentimientos; pero hay uno que toma siempre la delantera: la gratitud. Sólo puedo empezar estas palabras diciendo: “¡Gracias, Dios! Gracias por el ser humano, el amigo, el padre que me concediste.” Dice el apóstol Santiago: “Toda buena dádiva y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces, con el cual no hay cambio ni sombra de variación” (Santiago 1,17). Y por eso repito: ¡Gracias, Señor, porque de ti, de tu propia paternidad, recibí un papá que me enseñó a conocerte, amarte y servirte; un hombre que, como hemos podido ver en estos días luctuosos, dejó una huella positiva en tantas personas que le conocieron a lo largo de sus más de 88 años de vida!
Gracias también a ustedes, parientes y amigos todos, por estar aquí y por seguir esta celebración a través de Internet. Mi agradecimiento, en particular, para mi prior, Padre Javier Castellanos, para mi Provincial, Padre Diego Orlando Serna, y para mis hermanos de comunidad. Sólo Dios sabe el bien y el consuelo que han traído a mi corazón cada uno de sus saludos, de sus oraciones, y especialmente, la rpesencia de nuestros queridos frailes estudiantes en esta hermosa eucaristía.
Muchas veces me pregunté por la manera de hablar que utiliza el evangelista San Juan para referirse a una persona que conoció y trató tan de cerca, es decir, para referirse a Jesucristo, a quien él llama el “Verbo” de Dios, es decir, su “Palabra.” ¿Cómo se pasa de una persona a decir que alguien es una “palabra”? Y sin embargo, es verdad que Dios nos habla de muchas formas, y una de ellas es precisamente a través de las personas. Por algo San Pablo escribió a los Corintios: “Vosotros sois nuestra carta, escrita en nuestros corazones, conocida y leída por todos los hombres, siendo manifiesto que sois carta de Cristo redactada por nosotros, no escrita con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de corazones humanos” (2 Corintios 3,2-3). Yo pienso que en cada persona Dios nos habla, y que por ello mismo, rechazar a alguien es siempre dar la espalda a Dios. Mi Mamá, que de Dios goce, decía: “De todos aprendo…”
Chicho, como todos le conocimos y quisimos, era también, y muy a su manera, lenguaje de Dios. Por seguir una expresión que a él le gustaba repetir, sobre todo en las reuniones con los amigos de Familia Espiritual, también yo mismo “seré breve” evocando dos aspectos a través de los cuales Dios me ha hablado con fuerza en estos días recientes. Quiero referirme, mis hermanos, a Chicho, el dominico seglar, y a Chicho, el hombre a quien Dios preparó para la muerte y la eternidad.
No muchas personas conocen los orígenes de la relación de mi padre con la Orden Dominicana. Hacia el año 1955 o 56, Chicho estudiaba Derecho en la Universidad Nacional de Colombia. Un sacerdote dominico, el Padre José de Jesús Farías, daba clases de Derecho Canónico en aquella facultad, y mi papá, entonces un joven de poco más de 20 años de edad, quedó fascinado por la estructura de pensamiento y de exposición del Padre Farías. Un día se animó a pedirle un favor: que le oyera en confesión. Aquella fue una confesión larga, posiblemente la mejor que Chicho había tenido hasta entonces en su vida. Más de 60 años después, su última confesión, también extensa, fue de nuevo con un dominico: el Padre Tito Murcia.
Fruto de aquel extenso diálogo con el profesor y sacerdote Farías, Chicho fue invitado a unirse a una asociación de laicos dominicos, por entonces muy floreciente, con el nombre “Aliis tradere”: expresión en latín que hace parte del lema de los dominicos, y que significa: “llevar a los demás” – el fruto de la contemplación, queda sobreentendido. Y mi padre adhirió con fuerza al ideal de Santo Domingo, con tanto interés y voluntad que alguno de los jóvenes frailes de aquella época, el Padre Jorge Murcia Florián le invitó a que dejara todo atrás, y se hiciera también dominico. Después de juiciosa meditación sobre este punto, él decidió que lo suyo iba más en el mundo laical, y siguió feliz en sus reuniones de dominicos seglares, como ellos se llamaban, no sin inscribirse puntualmente para los retiros espirituales que se ofrecían precisamente en este convento de Santo Domingo, por entonces recién inaugurado. Y es el caso que uno de sus retiros de Semana Santa, en este convento, sucedió hace casi 65 años. Hasta el final de sus días lo recordaba como parte de su ser cristiano y católico.
No es entonces coincidencia que él, y mi madre, decidieran que todos nosotros, los cuatro hijos, fuéramos bautizados en la parroquia regentada por los frailes predicadores, la de Nuestra Señora de Chiquinquirá, en Bogotá; ni fue por acaso que ambos buscaran un colegio de los dominicos, el Santo Tomás de Aquino, de Bogotá, para la educación elemental y de bachillerato de todos sus hijos; ni fue por azar que ambos se unieran a fines de la década de los 70s a un grupo de oración que dirigían dos dominicos; el Padre Ernesto Mora y el Padre Francisco Pardo. En ese grupo recibí yo los primeros destellos de la vocación dominicana que hoy me tiene ante ustedes… despidiendo a mi propio padre, cuyos restos, por bondad de mi Comunidad, quedarán junto a los de mi madre, en la parroquia de Chiquinquirá.
No sólo eso: al final de su vida, que no fue breve, mi papá siguió fiel a los pilares de la Orden: si hablamos de oración, todos sabemos el lugar que el Rosario ocupó en su vida, cada vez con mayor asiduidad, como un modo de llenar horas de diálisis, horas de insomnio, horas de soledad entre exámenes de hospitales. Si hablamos de comunidad, es fuerte su recuerdo y su presencia en una pequeña comunidad laical, Familia Espiritual, que precisamente quiere vivir un reflejo del ideal de la Orden. Días después de su muerte, mi cuñada encontró entre sus cosas un calendario con apuntes de su propia mano: eran fechas importantes de cumpleaños y recordatorios que tenían que ver con esa Familia Espiritual que tanto le amó y a quien él tanto amó.
Si nos referimos al estudio, debo decir que el último estudio formal que hizo Chicho fue un pequeño seminario que yo mismo dicté sobre el filósofo Platón. Con 83 años bien cumplidos, tomaba sus apuntes y aprovechaba los recesos para socializar con sus amistades de uno y otro sexo. No se olvidó tampoco de la importancia de la predicación: alcanzó a participar en misiones en Gachantivá, Boyacá, y en el sector de Gardenias, de la Parroquia que tenemos los Dominicos en Barranquilla, haciendo, por cierto, el viaje por tierra, desde Bogotá. Sencillamente llevaba el ideal de Santo Domingo en la médula de sus huesos… hasta el final.
Y para el final lo preparó Dios, con ternura y sabiduría. Es un drama que nosotros, los hijos, vimos desarrollarse como en cámara lenta, pero que quizás por mi condición de sacerdote, conocí un poco mejor que mis hermanos. Yo notaba cómo sus temas de conversación iban cambiando, de modo muy natural, sin violencia, como se despide el sol, sin mucho ruido ni aparato. Es aquí donde vienen las palabras del Evangelio que se ha proclamado. Chicho admiró siempre al apóstol Pedro, y se identificó mucho con la manera de ser de él. Pues bien, Cristo le dijo a Pedro lo que hemos escuchado: “Cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas adonde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras.” Chicho llegó a viejo, y las enfermedades y la fuerza de los acontecimientos le fueron llevando por caminos de despojo y de renuncia, de muchas maneras.
Y sin embargo, lo mismo que Pedro, también mi papá se reafirmó en su amor por Jesús. A veces, cuando le visitaba, tomaba un versículo, y era él quien me predicaba. Uno favorito suyo era la oración de Jesús en el calvario: “¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!” Se maravillaba mi padre pensando lo ignorantes que somos, sobre todo ignorantes del Bien en persona, que es Dios mismo; pero luego cambiaba el tono, y lo hacía más trascendente aún para decir: “Y si sabemos lo que hacemos, ¿cuál es nuestra responsabilidad ante Dios?” En otras ocasiones, se extasiaba con la escena de la Visitación y repetía, como quien piensa muy para sus adentros, aquella frase de Isabel: “¿De dónde a mí…?” Luego añadía: “Parece que a Dios se le olvidara cuánto me ha dado, ¡y entonces me sigue dando!”
Estas expresiones de su gratitud tenían su centro, según me parece, en que él sentía que había recibido una misión en la vida y veía, al llegar el ocaso, que la misión se había cumplido. Recibí sus emocionadas confidencias cuando hablaba de sus nietos: en Felipe, ya fallecido, veía un intercesor; en Carlos Julio, sacerdote agustino hace ya unos años, la alegría de una gracia sobreabundante; Kiona era su interlocutora favorita, con la que podía pasar horas por teléfono: ella en California y él en su clínica; en Mariana veía inteligencia y bondad, y parecía aguardar a que floreciera el bien que sabía que estaba en ella.
Chicho estaba en paz con la vida que había tenido. El 31 de Diciembre pasado habló con algunos amigos en Santander, y decía abiertamente: “Yo estoy listo para cuando el Señor disponga.” Faltando menos de una hora para su muerte, todavía tuvo fuerzas para llamarme por teléfono. Me repitió dos o tres veces: “Estoy tranquilo.” Y me pidió que diera saludos a los hermanos. En los días anteriores a su partida me decía, cada vez con más convicción: “Sólo te pido que ruegues una cosa para mí: que yo haga la voluntad de Dios, y que la haga con amor, ¡y con alegría!” ¿Qué puedo yo agregar, amigos? Sólo que estoy inmensa, infinitamente agradecido… aunque toda despedida es fuerte y el corazón a veces se rebela.
¡Gracias, gracias Dios! Chicho: descansa en paz. Saludos a Mamá.