Bueno para los enfermos
El beato Anchieta padeció normalmente una salud bastante débil y achacosa, pero nunca permitió que la enfermedad le encogiera el ánimo. En una ocasión, no mucho después de llegar al Brasil, le escribía al padre Ignacio de Tolosa: «La salud del cuerpo es flaca, mas tal, que ayudada de las fuerzas de la gracia, dura; que Dios no falta, si primero no me dejo yo a mí mismo» (Nieremberg 593).
Por otra parte, a semejanza de San Francisco de Javier, y de otros misioneros jesuitas de la época, tuvo el beato Anchieta una especial caridad hacia los enfermos, procurando siempre su alivio y servicio. Les velaba día y noche, les cuidaba incluso en los servicios más repugnantes, y hasta tal punto su querencia de caridad le llevaba a la enfermería que, como dice el padre Nieremberg, «cuando alguno le buscaba, no iba a su aposento, sino al de los enfermos, donde le hallaban de ordinario».
Y sigue diciendo de Anchieta su biógrafo: «Con los indios no sólo era su enfermero, pero su médico; visitábales, ordenábales la comida, sangrías y otras medicinas, porque en aquella tierra, por la falta de médicos, había privilegio para curar los religiosos y aún los sacerdotes, principalmente en beneficio de los pobres, si bien más los curaba José sobrenaturalmente con su oración que por medicamentos naturales» (ib.547).
Siendo todavía Hermano, escribió a los jesuitas enfermos de los que no hacía mucho había sido compañero de enfermería en Portugal, una carta en la que se refleja bien esta acusada faceta de su personalidad:
«Mucho tenéis, carísimos hermanos, que dar gracias al Señor, porque os hace participantes de sus trabajos y enfermedades, en las cuales mostró el amor que nos tenía; razón será que lo sirvamos, a lo menos algún poquito, con tener gran paciencia en las enfermedades y en ellas perfeccionar la virtud. La muy larga conversación que tuve en esas enfermerías me hace no poder olvidarme de mis carísimos coinfirmos, deseando verlos curar con otras más fuertes medicinas que las que allá usáis, porque sin duda por lo que en mí experimenté, os puedo decir que esas medicinas materiales poco hacen y aprovechan.
«Por otras cartas os he escrito ya de mi disposición, la cual después acá cada día se renueva, de manera que ninguna diferencia hay de mí a un sano, aunque algunas veces no dejo de tener algunas reliquias de las enfermedades pasadas. Pero no hago más cuenta de ellas, como si no fuesen in rerum natura.
«Hasta ahora siempre he estado en Piratininga, que es la primera aldea de indios, que está diez leguas del mar; en ella estaré por ahora, porque es tierra muy buena; y porque no tenía purgas ni regalos de enfermería, muchas veces era necesario comer (y aún casi lo más común) hojas de mostazos cocidas, con otras legumbres de la tierra y otros manjares que allá no podréis imaginar, junto con entender en enseñar gramática en tres clases diferentes desde por la mañana hasta la noche, y a las veces estando durmiendo, me venían a despertar para preguntarme; y en todo esto parece que sanaba, y es así, porque en haciendo cuenta que no estaba enfermo, comencé a estar sano…
«En este tiempo que estuve en Piratininga serví de médico y barbero, curando y sangrando a muchos de aquellos indios, de los cuales vivieron algunos, de quien no se esperaba vida, por haber muerto muchos de aquellas enfermedades. Ahora estoy aquí en S. Vicente, que vine con nuestro P. Manuel de Nóbrega, para despachar estas cartas que allá van.
«Demás de esto he aprendido un oficio que me enseñó la necesidad, que es hacer alpargatas, y soy ya buen maestro, y he hecho muchas a los Hermanos, porque no se puede andar por acá con zapatos de cuero por los montes. Esto todo es poco para lo que nuestro Señor os mostrará, cuando acá viniéredes…
«Finalmente, carísimos, sé decir, que si el P. Maestro Miron quisiere enviaros a todos los que quedáis opilados y medio dolientes, la tierra es muy buena, hacerosheis muy sanos; las medicinas son trabajos, y tanto mejores, cuanto más conformes a Cristo.
«También os digo, carísimos Hermanos, que no basta con cualesquier fervores salir de Coimbra, sino que es menester traer alforja llena de virtudes adquiridas, porque, de verdad, los trabajos que la Compañía tiene en esta tierra son grandes, y acaece andar un Hermano de la Compañía entre indios seis y siete meses, en medio de la maldad y de sus ministros, sin tener otro con quien conversar sino con ellos, donde conviene ser santo para ser Hermano de la Compañía de Jesús.
«No digo más, sino que aparejéis grande fortaleza interior, y grandes deseos de padecer, de manera que, aunque los trabajos sean muchos, os parezcan pocos; y haced un gran corazón, porque no tendréis lugar para estar meditando en vuestros recogimientos, sino in medio iniquitatis et super flumina Babilonis [en medio de la maldad y junto a los canales de Babilonia]; y sin duda porque en Babilonia, rogo vos omnes ut semper oretis pro paupere fratre Ioseph [os pido a todos que siempre oréis por vuestro pobre hermano José]» (Nieremberg 547-549).
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.