Industrias
Pronto se instalaron en las reducciones molinos de viento o de agua, fábricas de azúcar y de aceite, de ladrillos y de tejidos, así como naves para el secado y preparación de la yerba mate. En las herrerías y fundiciones, modestas, pues la región era pobre en metales, se produjeron en seguida campanas, con mineral importado de Conquimbo o de Chile, y en cuanto hubo autorización para armar a los indios, también se fabricaron armas y municiones.
Los funcionarios o misioneros que llegaban a las reducciones quedaban asombrados al ver relojes, órganos y toda suerte de instrumentos musicales o esferas astronómicas, fabricados completamente por los indios. En la reducción de San Juan tenían un reloj en el que iban saliendo los doce apóstoles al dar las campanadas del mediodía. En el río Uruguay y en el Paraná tuvieron también astilleros donde construían naves, bien adaptadas y extremadamente resistentes, para el transporte de sus productos.
Roa Bastos recuerda que «ochenta años antes que en Buenos Aires, capital de la gobernación y luego del virreinato del Río de la Plata, se establecieron en las Misiones las primeras imprentas» (Tentación 34). En ellas se publicaron muchos textos, gramáticas, catecismos y libros espirituales, en lengua guaraní, como la obra Temporal y eterno, publicada en 1705 en las prensas de Loreto, con 67 viñetas y 43 láminas grabadas por artesanos guaraníes. También tenían imprentas Santa María Mayor, San Javier y Candelaria. Este cultivo del lenguaje guaraní, ya iniciado por el franciscano Bolaños, fue decisivo para que la lengua haya podido conservarse viva hasta nuestros días. El provincial Ruiz de Montoya decía que los guaraníes «tanto estiman su lengua, y con razón, porque es digna de alabanza y de celebrarse entre las de fama» (Tentaciones 70). También en las reducciones se imprimieron los mapas geográficos de América más exactos de la época.
Por otra parte, la orientación profesional se practicaba en aquellos poblados misionales dos o tres siglos antes que en el Occidente culto. Y así en los relatos del jesuita Charlevoix, publicados en París en 1747, se dice que en las reducciones «desde que los niños están en edad de poder iniciarse en el trabajo, se les lleva a los talleres y se les coloca en aquellos para los que parecen mostrar más inclinación, ya que se estima que el arte debe estar guiado por la naturaleza» (Lugon 98).
Y lo mismo que sucedió a los misioneros de Nueva España ocurrió también aquí a los jesuitas, que quedaban impresionados al ver la habilidad manual de los indios, y sobre todo su prodigiosa capacidad de imitación.
El jesuita tirolés Anton Sepp, en 1696, observaba: «No pueden inventar ni idear absolutamente nada por su propio entendimiento, aunque sea la más simple labor manual, sino siempre debe estar presente el padre y guiarlos; debe darles sobre todo un modelo y ejemplo. Si tienen uno, él puede estar seguro de que imitarán la labor exactamente. Son indescriptiblemente talentosos para la imitación. Por ejemplo: queríamos tener hermosas puntillas grandes para un altar. ¿Qué hace la india? Toma una puntilla de un palmo de ancha traída de Europa, coge los hilos con la aguja, deshace un poco la puntilla, ve cómo está tejida o tramada y de inmediato hace otra. La nueva es tan parecida a la vieja que no puedes reconocer cuál es la puntilla holandesa o española, y cuál la indígena. Y así es con todas las cosas. Tenemos dos órganos, de los cuales uno fue traído de Europa, mientras el otro ha sido hecho por los indios tan idénticamente, que al principio yo mismo me confundí, tomando el indígena por el europeo. Aquí hay un misal, una impresión de Amberes, de la mejor calidad; allí hay un misal copiado por un indio: no se puede reconocer cuál es el misal impreso y cuál el copiado. Las trompetas son idénticas a las de Nüremberg, los relojes no ceden en nada a los de Augsburgo, famosos en el mundo entero. Hay pinturas que parecen haber sido pintadas por Rubens. En una palabra, los indios imitan todo, mientran tenga un modelo o ejemplo» (Tentación 122).
El talento natural de los indios, en el orden de una vida estable y pacífica, y la organización del trabajo, daba lugar a estas industrias sorprendentes. Así las cosas, bien puede afirmarse que la federación de reducciones guaraníes formó en su tiempo la única nación industrializada de América del Sur (Lugon 98).
Música
Los indios de América, en general, con sus pobres instrumentos ancestrales, no conocían apenas las maravillas del mundo de la música, y quedaban absolutamente fascinados cuando entraban en él. El sonido de las campanas, del violín o del órgano creaban para ellos un mundo mágico, apenas creíble. Esta fuerza misionera de la música fue conocida desde un principio, como ya lo vimos en los franciscanos de México.
Cuando los dominicos del padre Las Casas entraron en la Verapaz, habían enseñado a cuatro indios cristianos unas coplas, que cantaron ante los paganos acompañándose de un teneplaste (madero hueco), sonajas y cascabeles. Éstos quedaron tan encantados «que tuvieron que cantarlas durante ocho días» (MH 6,1949, 503). Y en las reducciones guaraníes, quizá de un modo especial, la música tuvo una extraordinaria importancia, gracias en buena parte a los jesuitas europeos no españoles.
En efecto, el hermano jesuita Louis Berger, originario de la Picardía, enseñó a los guaraníes la música vocal e instrumental. El padre belga Jean Vassaux, de Tournai, de ser maestro de música en la corte de Carlos V pasó a enseñar solfeo y la notación musical más moderna a los indios de las reducciones, y murió en 1623, en Loreto, al servicio de los apestados. De todos modos fue quizá Anton Sepp el mejor maestro de música que hubo en las reducciones. Escuelas de danza, de canto y de música instrumental existían en todas ellas, aplicando estas artes fundamentalmente a la vida religiosa. Los cronistas hablan de que los indios formaban verdaderas orquestas, a un nivel europeo.
Anton Sepp cuenta en una relación de 1696: «En este año ya logré que dominaran sus instrumentos: seis trompetistas de distintas reducciones -cada pueblo tiene cuatro trompetistas-, tres buenos tiorbistas, cuatro organistas… Este año he logrado que treinta ejecutantes de chirimía, dieciocho de trompa, diez fagotistas hicieran tan grandes progresos que todos pueden tocar y cantar mis composiciones. En mi reducción he anotado para ocho niñitos indios el famoso Laudate Pueri. Lo cantan con tal garbo, tal gracia y estilo que en Europa apenas se creería de estos pobres, desnudos, inocentes niñitos indios. Todos los misioneros están llenos de alegría y agradecen al Señor Supremo que, después de tantos años, les haya enviado un hombre que también ponga a la música en buenas condiciones… Cuánto me honran y aman los indios, la modestia y el pudor no permiten describirlo. Yo soy indigno de todo esto, y el mayor pecador y más inútil de todos los siervos en Cristo» (Tentación 118-119). Y añade: «Todos los días de fiesta, después de vísperas y antes de la misa mayor, engalanamos a algunos chicuelos indios en forma hermosa; tan hermosa como los pobres indios no han visto en su vida. Luego representan sus bailes en la iglesia, donde todos están reunidos. También organizamos espectáculos de baile en las procesiones públicas, especialmente en la fiesta del Corpus Christi» (126).
La excelencia de la música en las reducciones, ya desde sus comienzos, fue opinión común. El padre Ripario escribe en 1637 al provincial de Milán que los indios acompañan la misa «con buonissima musica». En 1729, el padre Mathias Strobel dice en una carta dirigida a un jesuita de Viena: «Se creería que esos músicos han venido a la India de alguna de las mejores ciudades de Europa» (146). Y el padre Cardiel, ya anciano y exiliado en Italia, no puede contener las lágrimas cuando evoca «el devotísimo estruendo» de voces e instrumentos que solemnizaba la liturgia en las reducciones: «Todos los días cantan y tocan en la Misa. Al empezar la Misa tocan instrumentos de boca y a veces de cuerdas… causando notable devoción. En el laudate comienzan los tenores y los demás músicos grandes con los clarinetes y chirimías, instando a los niños tiples: laudate pueri, pueri laudate, laudate nomen Domini… (No se maravillen si va mojado de lágrimas este papel). Cantan con tal armonía, majestad y devoción, que enternecerá el corazón más duro. Y como ellos nunca cantan con vanidad y arrogancia, sino con toda modestia, y los niños son inocentes, y muchos de voces que pudieran lucir en las mejores Catedrales de Europa, es mucha la devoción que causan». Y bajando de sus recuerdos extasiados, continúa el padre Cardiel: «Como los misioneros primitivos vieron que estos indios eran tan materiales, pusieron especial cuidado en la música, para traerlos a Dios; y como vieron que esto les traía y gustaba, introdujeron también regocijos y danzas modestas» (117-118).
En las reducciones los padres tenían formado un verdadero Ministerio de ocios y juegos, de modo que con los indios más artistas y dotados organizaban danzas, paradas militares y evoluciones de jinetes en la plaza mayor, que a un tiempo eran entrenamiento bélico, juego y fiesta, sesiones de teatro, procesiones con cantos para ir, regidos por los toques de campana, al trabajo en los campos.
Con todos estos recursos obtenían los misioneros lo que en un principio a ellos mismos había parecido imposible, integrar a aquellos indios en una vida asociada y armoniosa, y estimularles a un trabajo sostenido, aunque sólo fuera unas pocas horas cada día, siendo ellos tan reacios a todo ordenamiento laboral.
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.