En una de las ceremonias más impresionantes de esta clase, hace poco el rey Felipe VI de España, junto con su familia y con el pleno del gobierno de ese país, rindió un solemne homenaje a las víctimas, mucho más de 20.000, que han perdido la vida en España, por causa de la pandemia del COVID19.
Que se haga un recuerdo sobrio y conmovedor del drama humano que ha enlutado a tantas familias es algo con lo que uno solo puede estar de acuerdo. Que se intenten sacar aspectos positivos y constructivos del hecho es igualmente irreprochable: Es necesario seguir adelante, aprender lecciones, unir por encima de las diferencias, cultivar la solidaridad.
Pero nada de eso, estrictamente hablando, sirve a las víctimas como tales.
Cuando se pierde la perspectiva de la fe, quizá lo mejor que se puede hacer, es un recuerdo solemne y unas palabras bonitas. Cuando en cambio entra en juego la fe, una cosa queda clara: ¡oremos por ellos! ¡Pidamos a Dios por su eterna bienaventuranza! ¡Supliquemos el consuelo que solo Dios puede dar a quienes han tenido una pérdida tan dura!