Cuentan que a un arquitecto que trabajaba en una gran empresa constructora, le encargaron un importante proyecto. Contaría con un gran presupuesto y con libertad suficiente para sacar a flote todo su genio artístico.
Con gran ilusión empezó a diseñar y a dar las primeras órdenes para la compra de materiales.
Y, claro, pensó que, con tanto dinero disponible, si en los materiales interiores, en los que no se ven, empleaba algunos de peor calidad, él se podría quedar con lo que no se gastaba. Nadie se enteraba y todos ganaban. En apariencia, ¡claro!
La construcción seguía su curso y cada vez más el arquitecto se sentía tentado de racanear en el precio de las cosas. Prefería menos calidad y más ganancia para él.
Y llegó el día esperado de la inauguración. Se preparó una gran fiesta y la expectación era enorme por ver el resultado. Sin más dilación, el discurso del presidente de la empresa se centró en el maravilloso trabajo del arquitecto. Y que, por ello, se merecía lo mejor. Por ello, el obsequio de la empresa como recompensa al trabajo realizado fue, ¡¡el edificio que había construido!!
Que oportunidad de haber empleado lo mejor en esta obra. ¡Y cómo iba a saber él que ese edificio era el premio a su trabajo! Hubiera empleado lo mejor de lo mejor, incluido en los materiales que no se ven.
Lo mismo nos pasa con la sociedad. No nos preocupamos de la calidad de los elementos que la conforman. No nos preocupamos de su célula básica: la familia.
Nos creemos que con tener personas para cubrir la siguiente generación es suficiente. Y que las familias tiren como puedan. Más importante es que trabajen y que coticen. Recaudar es lo más importante.
Sin embargo, no nos damos cuenta de que cómo tratemos y consideremos a la familia y a las personas que la conforman es como será la sociedad.
[Publicado primero en Actuall.]