La reducción de indios a pueblos
Los españoles comprendieron desde el principio en América que si los indios seguían dispersos en bosques, sabanas y montañas, no había modo de civilizarlos ni de evangelizarlos, y que la tarea de reducirlos a vida social comunitaria en poblados, doctrinas o reducciones, era la más urgente y primera. La Corona dictó numerosas ordenanzas a lo largo de todo el siglo XVI (+ Borges, Misión y civilización en América, 80-88), y puede decirse que «el proceso reduccionístico fue general en América, tanto desde el punto de vista geográfico como cronológico» (105). Aunque no faltaron quienes al principio tuvieron ciertos escrúpulos a la hora de reducir a los indios, alegando posibles dificultades eventuales, como podía ser el desarraigarlos de sus tierras antiguas, apenas hubo controversia en este tema, pues casi siempre se consideró que las ventajas eran mucho mayores que los inconvenientes (107-111).
Ya hicimos crónica de los pueblos-hospitales que Vasco de Quiroga comenzó a organizar en 1532 (201-211). Y en 1537 decía Francisco Marroquín, obispo de Guatemala, que los indios, «pues son hombres, justo es que vivan juntos y en compañía». Ese mismo año los dominicos, bajo la dirección del padre Las Casas, desarrollaron en la difícil provincia guatemalteca de Tuzulutlán un notable esfuerzo de reducción de indios en pueblos (+Mendiguren, Un ejemplo de penetración pacífica, La Verapaz).
A lo largo del siglo XVI y comienzos del XVII se aprecia un doble esfuerzo simultáneo: restringir más y más el sistema de encomiendas, hasta lograr su extinción, como ya vimos (48-51), y fomentar cada vez con mayor apremio el sistema de las reducciones de los indios en poblados especiales. Por ejemplo, «respecto de México, la reducción fue ordenada a las autoridades civiles por reales cédulas de 1538, 1549, 1550, 1560, 1595 y 1589, y a los obispos y misioneros por la Junta Eclesiástica de México de 1546 y por los tres Concilios provinciales de esa misma ciudad de 1555, 1565 y 1585».
En el Perú hallamos numerosas cédulas reales por esos mismos años, y los Concilios de Lima II y III (1567-1568, 1582-1583) ordenan igualmente la reducción (Borges 115-117). Como teóricos más notables del proceso reduccional podemos señalar al jesuita José de Acosta, de fines del XVI, o al jurista Juan de Solórzano Pereira, de mediados del XVII. Y ya en 1681 la Recopilación de leyes de los reinos de Indias, reiterando muchas ordenanzas anteriores, disponía escuetamente: «para que los indios aprovechen más en cristiandad y policía se debe ordenar que vivan juntos y concertadamente».
Entradas misioneras con escolta o sin ella
Casi siempre hubieron de ser los misioneros quienes hicieran entradas, a veces sumamente arriesgadas, para congregar a los indios todavía no sujetos al dominio de la Corona española. Como ya hemos visto a lo largo de nuestra crónica, a veces se pudo prescindir de la escolta armada; así Vasco de Quiroga entre los tarascos (204-205), los dominicos en La Verapaz, o franciscanos y jesuitas entre los guaraníes del Paraguay.
Otras veces los hechos obligaban a estimar necesaria la escolta, aunque fuera mínima, y así hubieron de entrar los jesuitas, después de no pocos mártires, en las regiones del este y norte de México (249ss) o los franciscanos en zonas de Talamanca, Texas o California (290ss). Ya decía en 1701 el gobernador de Cumaná, en Venezuela, que «un mosquetero entre los indios, sin disparar su arma (sino tal vez al aire) suele vencer mil dificultades y hacer más fruto que muchos misioneros» (+Borges 118-119).
Como es lógico, siempre que era posible, los misioneros procuraron evitar el acompañamiento de la escolta o reducir ésta al mínimo. «En numerosas ocasiones se prescindió de ella, y cuando estuvo presente solo perseguía el objetivo de defender al misionero ante posibles ataques de los nativos, y el misionero era el primer interesado en que los indios se avinieran voluntariamente a reducirse, porque de lo contrario resultaría imposible mantenerlos concentrados» (Borges 134).
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.