Es el día del gran silencio. No hay ninguna celebración litúrgica que sea propia del sábado como tal pues la Iglesia entera guarda a Cristo dormido, después de envolver a Jesús en las vendas y el sudario según la costumbre de los judíos, para despertar con Él a la gloria de la Pascua. También nosotros espiritualmente en este momento y también cuando llegue el Sábado Santo debemos postrar nuestro corazón ante Jesús reconociendo en la muerte de Cristo, la espantosa consecuencia de nuestros pecados pero reconociendo también que en el Cuerpo de Cristo el pecado agotó sus fuerzas, que todo el odio se descargó sobre sus hombros, sobre su piel, sobre sus sienes.
Y de lo profundo de ese abismo de dolor y de absurdo, brotará la Buena Noticia. Tal es la gran celebración: que Cristo, despertado por la gloria del Padre; Cristo vivificado por la gracia del Espíritu; Cristo Dios, se levanta del sepulcro, se levanta mostrando que el amor vence al odio, que el pequeño vence al soberbio, que la paz vence a la muerte porque hay vida, hay gracia y hay perdón.
Aunque en el Sábado Santo no hay ninguna celebración litúrgica establecida, en muchos lugares se organizan celebraciones piadosas recordando con dolor de amor la dura soledad de la Virgen María. Sabemos que parte del testamento de Cristo fue entregarnos a su Santísima Madre como madre nuestra: especialmente en este sábado somos invitados a acogerla en nuestros corazones y en nuestras casas.
Y entre tanto, nuestra mirada, todavía llorosa, mira ya a la Pascua. Si el Triduo es el centro de nuestra liturgia, la Vigilia Pascual, que se celebra el Sábado Santo en la noche, es el centro de todo el Triduo, y el centro de todo lo que somos como cristianos.