Perfil de un santo: Vicente Bernedo

Fraile predicador con fama de santo

Por lo que se ve, en estos años de recogimiento casi eremítico, fray Vicente apenas salía de su celda como no fuera a servir a los pobres. Pero también salía, como buen dominico, cuando era requerido para el ministerio de la predicación. Predicaba con un extraño ardor, con una exaltación que, concretamente al hablar de la Virgen, le hacía elevarse en un notable éxtasis de elocuencia, hasta perder la noción del tiempo: «Sucedió en una ocasión -cuenta Meléndez- que predicando el venerable en una de las festividades de nuesta Señora, se explayó de tal manera en sus encomios, que de alabanza en alabanza, se fue dilatando tanto que predicó cinco o seis horas de una vez, con pasmo de los oyentes».

Ya por estos años el padre Bernedo tenía fama de santo, hasta el punto, dice el presbítero Juan de Cisneros Boedo, que «no salía de su celda, porque en saliendo fuera del convento no le dejaban pasar por las calles porque todas las personas que lo veían se llegaban a besar la mano y venerarle, y huyendo de estas honras excusaba siempre salir de su celda».

Y otro presbítero, Luis de Luizaga, añade que «si alguna vez salía era por mandado de los prelados a algún acto de caridad, y entonces procuraba que fuese cuando la gente estaba recogida, porque todas las personas que lo veían luego se abalanzaban a besarle las manos y venerarle por santo».

Doctrinero en la parroquia india de San Pedro

Se acabaron, por fin, los años de vida recoleta. Por los años 1603 a 1606, probablemente, fue fray Vicente doctrinero de la parroquia de San Pedro, la más importante parroquia de naturales que en la zona del rancherío tenía el convento potosino de Santo Domingo. Hubo de aprender el quechua para poder asumir ese ministerio pastoral, según las disposiciones del Capítulo provincial dominicano de 1553 y las normas de los Concilios limenses (1552, 1567 y 1583). Y es sorprendente comprobar, ateniéndonos a los testimonios que se conservan de estos años parroquiales, cómo el padre Bernedo en este tiempo continuaba sus oraciones y penitencias con la misma dedicación que en sus años de recogimiento.

Así, por ejemplo, un minero del Cerro Rico, Juan Dalvis, testificó que «siendo niño de escuela se huyó de ella y se fue a retraer a la iglesia de la parroquia del señor San Pedro… y allí estaba y dormía con los muchachos de la doctrina, donde estuvo ocho días, y en este tiempo conoció allí al siervo de Dios, el cual decía su misa muy de mañana, y como este testigo no podía salir de la iglesia le era fuerza el oír misa, y con la fama que el siervo de Dios tenía de hombre santo se la llegaba a oír este testigo con más devoción, y siempre que le oyó su misa le vió este testigo patentemente y sin género de duda que el siervo de Dios, antes de consagrar y otras veces alzando la hostia consagrada, se suspendía del suelo más de media vara de alto, y así se estaba en el entre tanto que alzaba la hostia y el cáliz, y a esto, con ser la edad de este testigo tan tierna, quedaba admirado porque no lo veía en otros; y el olor que el siervo de Dios despedía era muy extraordinario porque parecía del cielo, y de noche veía que dormía en la sacristía de la parroquia sin cama ni frazada ni otra cosa que le cubriese más que su hábito, y que todas las noches se disciplinaba con unas cadenas que este testigo conoció eran por el ruido que hacían, y que lo más del día y de la noche se pasaba en oración hincado de rodillas».

Fray Vicente, como Santo Domingo de Guzmán o como San Luis Bertrán, no sabía ejercitar otro apostolado que el enraizado en la oración, al más puro estilo dominicano: contemplata aliis tradere. Después de todo, éste es el modo apostólico de Cristo, que oraba de noche, y predicaba de día (Mc 6,46; Lc 5,16; 21,37).

Misionero itinerante

El padre Bernedo fue hombre de poca salud, según los que le conocieron. Cristóbal Alvarez de Aquejos «vió que el siervo de Dios andaba siempre con poca salud, muy pálido y flaco, y que padecía muchas incomodidades de pobreza, y todas éstas le veía que llevaba con grande paciencia y sufrimiento, resignando toda su voluntad en las manos de Dios». Al menos ya de mayor, según recuerdo de Juan de Oviedo, presbítero, «era muy atormentado de la gota, enfermedad que le afligía mucho».

Con esta poca salud, y con una inclinación tan fuerte al silencio contemplativo ¿podría este buen fraile dejar su convento, o salir del marco estable de su doctrina de San Pedro, y partir a montañas y valles como misionero entre los indios? Así lo hizo, con el favor de Dios, largos años, alternando los viajes de misión con su labor docente de profesor de teología.

En efecto, a partir de 1606 y desde Potosí, fray Vicente salió a misionar regularmente, por el sur hasta el límite de los Lípez con la gobernación de Tucumán, por los valles subandinos de la región de los Chibchas, y al este por la provincia de Chuquisaca, hasta la frontera con los chiriguanos. Contra toda esperanza humana, anduvo, pues, en viajes muy largos, a través de alturas y climas muy duros y cambiantes. Y viajando siempre a lo pobre.

Juan Martínez Quirós recuerda haberle visto en Vitiche, cómo «andaba tan pobremente por los caminos con un mancarrón [caballejo] y una triste frazada con que se cobijaba, y dondequiera que llegaba aunque le daban cama no la quería recibir y dormía en el suelo sin poner debajo cosa chica ni grande». Según un Interrogatorio preparado para el Proceso de 1680, se iba fray Vicente por las zonas indias «pasando grandísimo trabajo en todos los caminos, guardando en todos ellos el mismo rigor, y aspereza, silencio, y pobreza que en su celda, pasando las más de las noches en oración, y teniendo siempre ayunos continuos, y casi siempre de pan y agua, sin querer recibir de nadie otro regalo ninguno más que pan». Predicaba donde podía, fundaba a veces cofradías del Rosario y del Nombre de Jesús en los poblados de indios y españoles, «y a veces -dice el mismo Martínez Quirós- se ponía junto al camino real y viendo que pasaba alguna persona se le llegaba a preguntar con toda modestia y humildad de dónde venía y del estado que tenía, y conforme a lo que le respondía contaba un ejemplo, instruyéndoles en las cosas de Dios y de su salvación».

El padre Bernedo, como sus santos hermanos mendicantes Luis Bertrán o Francisco Solano, aunque misionara entre los indios, llevaba su celda consigo mismo, y evangelizaba desde la santidad de su oración. Y esto lo mismo en la ciudad que en la selva o en las alturas heladas de la cordillera andina.

En los Lípez, concretamente, según recuerdo del minero Alonso Vázquez Holgado, «en su cerro de Santa Isabel, que es un paraje en todo extremo frígido, por ser lo más alto, estaba también allí en un toldo el venerable siervo de Dios fray Vicente Bernedo, de noche; y llamándole los mineros que estaban allí en una casa pequeña, para que se acogiese en ella por el mucho frío que hacía y para darle de cenar de lo que tenían, se excusó cuanto pudo el dicho siervo de Dios, con que no tuvo lugar de que entrase en la casa. Y después, acabado de cenar, salieron fuera algunas personas de las que habían estado dentro, y este testigo se quedó en la casa; y de allí a un ratito volvieron a entrar diciendo cómo habían visto a fray Vicente… de rodillas, haciendo oración, sin temer el frío que en aquel paraje hacía, de que quedaron admirados porque el páramo y frío que allí hace era tan grande que algunas veces sucedió hallar muertas a algunas personas de frío en aquel paraje». A muchos miles de metros de altura, con un frío terrible, orando a solas, de noche, en un toldo… Ésta es, sin duda, la raza de locos de Cristo que evangelizó América.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.