Parece que es tentación propia de nuestro tiempo menospreciar el poder de la oración.
Quizás sucede así porque confiamos demasiado en el poder de los argumentos y las razones, olvidando que un daño importante que trae el pecado es que terminamos poniendo la razón al servicio de lo que haya que justificar, y no como guía propia que nos ayuda a elegir qué es lo más correcto o conveniente.
O quizás pensamos que el mundo o la propia vida son el resultado de una ecuación que contiene solo nuestras fuerzas: algo así como que “uno solo tendrá lo que uno se haya ganado.”
Pero una y otra vez Dios nos muestra que el principio de todo cambio está siempre en el cambio del corazón, y que es allí donde mejor se manifiesta que Él y solo Él es Señor.
Esto vale para la vida personal pero también, y con mayor razón, para la vida de la Iglesia, precisamente porque Ella es fruto de la oración y del amor de Cristo.
Es lo que hemos experimentado de un modo particular en estos últimos meses: reconocemos con sencillez de alma que hay más personas orando con más intensidad por nuestro Papa Francisco, ¿y cómo negar la obra de Dios en él, particularmente en estas ultimas semanas?
Así pues, que se renueve nuestra fe, y con él, nuestro empeño de defender, a fuerza de plegarias incesantes, al Papa y a la Santa Iglesia.