“Había leído noticias tan impresionantes sobre la labor de Juan José Aguirre en su Diócesis que había llegado a imaginar a un hombre alto y enérgico. Sin embargo, conocí a alguien menudo, dulce y discreto, que uno no imaginaría cavando fosas para enterrar a los musulmanes asesinados por los guerrilleros Antibalaka, ni negociando con los mercenarios que habían disparado y volcado el camión que transportaba el contenedor con la ayuda que había mandado la Fundación para que ayudaran a ponerlo en pie, ni recogiendo la masa cerebral de un amigo asesinado en su presencia, por haber enseñado a quienes le amenazaban su único arma: un rosario. Un rato después lo enterraba. Un tiempo después consolaba a su viuda, y asistía al milagro que obra Dios en los corazones que perdonan…”
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