Suavización hispana de la esclavitud negra

Suavización hispana de la esclavitud negra

En opinión de Vila Villar, «»sorprende ver -escribe Jaramillo Uribe- la situación de inferioridad en que se encontraba el negro ante la legislación colonial, especialmente cuando se le compara con la que tuvo el indígena». En efecto, a partir de la aplicación de las Leyes Nuevas y la consiguiente política de protección al indio se cargaron sobre el negro las tareas más duras. En toda la legislación indiana de los siglos XVI y XVII apenas algunas normas humanitarias aparecen al lado de las disposiciones penales más duras. Lo cual contribuyó a crear una mentalidad de represión continua conseguida mediante una conducta de crueldad, tortura y malos tratos» (Hispanoamérica… 237).

El profesor Kamen, en cambio, afirma que «no se puede dudar que la legislación española para los negros, como para los indios, era la más progresista del mundo en aquella época» (+Cortés López 188). En realidad, como señala Elena F.S. de Studer, «no existió un cuerpo legal que reglamentara la situación del esclavo hasta la R. C. de 31 de mayo de 1789, que vino a constituir el Code Noir de la monarquía española. Al implantarse la esclavitud en América, las relaciones entre el amo y el esclavo se rigieron por Las Siete Partidas, título XXI» (333).

La esclavitud negra fue en el mundo hispano más suave que en otras zonas de América. Es ésta, al menos, la opinión de autores importantes. El cubano José Antonio Saco, en su monumental Historia de la esclavitud desde los tiempos más remotos hasta nuestros días, después de treinta años de investigación sobre el tema, llegó a concluir que «la crueldad no fue el signo distintivo de la esclavitud de los negros en las posesiones españolas, sobre todo en ciertos países del continente» (+Tardieu, Le destin des noirs…317).

Ésta fue también la opinión del brasileño Gilberto Freyre, reafirmada por Frank Tannenbaum en su libro Slave and Citizen: the Negro in the Americas (1947), y compartida también por Elsa Goveia y Herbert S. Klein (+Tardieu 315-320), y más recientemente, en su estudio sobre Los africanos en la sociedad de la América española colonial, por Frederick P. Bowser (AV, Hª de América Latina 138-156).

Ciertamente, fueron grandes las diferencias en el trato de los esclavos negros según épocas y zonas. Elena F. S. de Studer, estudiando La trata de negros en el Río de la Plata durante el siglo XVIII, afirma: «El trato que los negros recibieron en estas regiones fue humano y benévolo. Los cronistas y viajeros están de acuerdo en afirmar que los esclavos porteños eran considerados por sus amos con bastante familiaridad, recibiendo muchos de ellos no sólo el apellido sino hasta la libertad y bienes. Su suerte no difirió, en general, de la de los blancos pobres. La mayoría murió sin haber recibido un solo azote, no sabían de tormentos, se les cuidó durante la enfermedad, y como el alimento principal, la carne, era muy barata, y se les vestía con las telas que ellos mismos fabricaban, siendo muy raro el que trajera zapatos, se mantenían con facilidad. Hubo, sin duda, excepciones, pero si alguna vez fueron maltratados, intervenía la autoridad y el esclavo era vendido a un amo más humano» (331-332).

Las causas de esta menor dureza de la esclavitud negra en Hispanoamérica son bastante claras:

-La condición religiosa católica, común a blancos, negros o indios, contribuye también, sin duda, a suavizar el horror inherente a la esclavitud, fomentando el respeto a la dignidad personal del esclavo. «El Estado y la Iglesia reconocían la esclavitud como nada más que una desafortunada condición secular. El esclavo era un ser humano que poseía un alma, igual que cualquier persona libre ante los ojos de Dios» (Bowser 147). Las cofradías religiosas de negros tuvieron gran importancia en la América española, como las irmandades en el Brasil. Por el contrario, la esclavitud negra de América fue muchísimo más dura donde apenas hubo empeño por evangelizar a los africanos.

-La liberación de esclavos era muy recomendada por la Iglesia católica. Ermila Troconis de Veracoechea, estudiando la esclavitud negra en Venezuela, dice que «era una modalidad muy común de muchos amos libertar a sus esclavos [por testamento] en el momento de su muerte; este sistema de manumisión la hacía el testador con el fin de sentirse exento de cargos de conciencia y morir así en paz y sin remordimientos» (XXXIV).

En efecto, la frecuencia de la manumisión en los esclavos de la América española queda reflejada en los documentos notariales, en los testamentos, y hemos tenido muestra patente de ella en los dos cuadros estadísticos más arriba transcritos, que consignan la proporción entre los negros esclavos y libres de América según las regiones. Este es un dato de mucha importancia, pues puede establecerse como regla general, por razones obvias, que el trato peor de los esclavos se dio en América donde los negros esclavos eran muchos más que los libres, y el mejor donde los negros libres eran muchos más que los esclavos.

Bowser, por ejemplo, nos informa de que en el período comprendido entre 1524 y 1650, fueron liberados incondicionalmente en Lima un 33’8 % de esclavos africanos, en la ciudad de México un 40’4 %; y en la zona de Michoacán, entre 1649 y 1800, un 64’4 % (146).

-La adquisición de la libertad, por otra parte, no era obstruída legalmente por condiciones casi insuperables, pues ya desde las Siete Partidas medievales venía favorecida en la legislación hispana.

Y así vemos, con los mismos datos de Bowster que acabamos de citar, que el resto de negros esclavos compró por sí mismo la libertad, o fue comprada por un tercero, en Lima un 39’8 %, en México el 31’3 %, y en Michoacán el 34 % (153-154). Y téngase en cuenta que las ciudades de Lima y México tenían por esos años las mayores concentraciones de negros del hemisferio occidental (146).

-Los prejuicios sociales y raciales en el mundo hispánico, al ser éste católico, fueron y son siempre mínimos, al menos en relación a otros marcos culturales. Estima Bowser que «las investigaciones de otros estudiosos parecen confirmar la afirmación de Tannenbaum de que los latinoamericanos aceptaban de buena gana la presencia de negros libres, para asimilarlos a una sociedad más tolerante (aunque en sus niveles más bajos) e incluso otorgarles cierto respeto como artesanos o como oficiales de la milicia. No hubo linchamientos en Hispanoamérica, y la ruidosa oposición a los negros libres que prevaleció en el sur de los Estados Unidos no llegó, ni mucho menos, a un extremo parecido, aunque eso no niega una gran dosis de sutiles prejuicios» (154).

A este propósito transcribe Madariaga las impresiones escritas por un observador inglés en el Buenos Aires de 1806: «Entre los rasgos más estimables del carácter criollo ninguno sobresale más que su conducta para con sus esclavos [negros]. Testigos con frecuencia del duro trato que a estos semejantes nuestros se da en las Antillas inglesas, de la total indiferencia para con su instrucción religiosa que allí se observa, les llamó al instante la atención el contraste entre nuestros estancieros y estos sudamericanos» (Auge 419). Y añade Madariaga: «Por muy cruel que haya sido un español con un indio o con un negro, jamás le infirió insulto o maltrato alguno que no hubiera sido capaz de inferir a otro español en circunstancias análogas» (424).

Fuera del mundo hispano-católico, el trato del indio o del esclavo negro tuvo una dureza mucho mayor; pero además con una diferencia no sólo cuantitativa, sino cualitativa.

El mismo Madariaga da referencia de cómo en 1830, en las Indias occidentales holandesas, el gobernador de Surinam ordenó en una pragmática «que ningún negro fumara, cantara o silbara en las calles de Paramaribo; que al acercarse un blanco a cinco varas todo negro se descubriera; que no se permitiera a ninguna negra llevar ropa alguna por encima de la cintura, que era menester que llevasen los pechos al aire, y sólo se les toleraba una enagua de la cintura a la rodilla» (424). El capitán Alexander, que publica en 1833 sus impresiones tras un largo viaje por América, describe en términos patéticos la pena de azotes con látigo que podían sufrir los esclavos negros en la América holandesa, en tanto que «un inspector holandés lo contempla todo fumando su pipa con tranquilidad. Cualquiera [allí] puede mandar un negro a la cárcel y hacer que le den ciento cincuenta azotes mediante pago de un peso» (107).

Y en las Antillas británicas o en los Estados Unidos el desprecio racial no fue menor. James Grahame, en su historia de los Estados Unidos y de las colonias británicas, habla en 1836 de indios y negros, quizá influido por las recientes tesis de Darwin, llamándoles «las dos razas degeneradas» (Madariaga 425).

De Abraham Lincoln, presidente de los Estados Unidos y liberador de los negros (1863), cuenta Julien Green que en su momento «apoyaba la vieja idea humanitaria de Henry Clay de enviar a Liberia a toda la gente de color para devolverles la libertad, sus costumbres y su tierra de origen». En un discurso en Charleston, Illinois, decía en 1858: «No soy partidario -nunca lo he sido, bajo ningún concepto- de la igualdad social y política entre la raza blanca y la raza negra… Existe una diferencia física entre ellas que les impedirá, siempre, vivir juntas en igualdad social y política. Existe naturalmente una situación de superioridad e inferioridad, y mi opinión es asignar la posición de superioridad a la raza blanca» (Las estrellas del Sur, 477, 519).

Una mentalidad como la de este distinguido antiesclavista ha sido y es completamente ajena a la propia del mundo hispano-católico americano.

-Por último, la profusión del mestizaje entre blancos y negros, característica de las Indias hispanas desde un comienzo -el caso por ejemplo de los padres de San Martín de Porres-, es a un tiempo efecto de la ausencia de prejuicios raciales y sociales, y causa de que éstos no se produzcan o se den con más suavidad. «Esta mezcla ha traído como consecuencia la ventaja de la falta de prejuicios raciales en los países hispanoamericanos, lo cual bien podría calificarse de herencia cultural de los primeros españoles conquistadores» (Troconis XIX).

La realidad es que en el mundo católico hispano-lusitano, nunca llegó a formarse un abismo infranqueable entre los hombres blancos y los de color. Mientras que, por ejemplo, en los Estados Unidos o en Sudáfrica la diferencia entre negro y blanco ha sido neta y abismal, en la zona iberoamericana, incluso en el campo terminológico, había una «escala resbaladiza» -mulatos, tercerones, cuarterones, quinterones, zambos o zambahigos, pardos o morenos, castizos, chinos, cambujos, salta-atrás, chamizos, coyotes, lobos, etc., etc.-, por la cual siempre era posible subir o bajar.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.