Ultimo priorato
En 1575, estando de nuevo fray Luis como maestro de novicios en Valencia, fue elegido para prior del mismo convento. El se resistió cuanto pudo, alegando muchas razones: su mala salud, su mayor idoneidad para el cultivo interior de las personas que para su gobierno externo… Por otra parte, la obra reformadora de fray Domingo de Córdoba no se había cumplido totalmente, y el convento estaba necesitado todavía de urgentes rectificaciones, pues todavía algunos religiosos se resistían a la plena observancia.
Así las cosas, cuando al fin se vio obligado a aceptar el priorato por obediencia, lo primero que hizo fue fijar en la entrada de su celda prioral un letrero bien legible con la frase de San Pablo: «Si hominibus placerem, Christi servus non essem» (si quisiera agradar a los hombres, no sería siervo de Cristo; Gál 1,10).
En la celda antigua de San Vicente, ahora transformada en oratorio, puso San Luis su priorato en manos de su santo antecesor. Y a fe que San Luis -o quizá San Vicente- supo servir bien su ministerio. «Haciendo más de lo que a los otros mandaba, castigaba los defectos con gran celo». Particularmente, refiere Antist, era riguroso «con los que tenían cargos, pues si veía que tantico se descuidaban, luego les quitaba el cargo, aunque fuese dentro de ocho días. Decía que más quería ser tenido por hombre mudable, que no que Dios no fuese servido como requiere la perfección de la religión». Cuando terminó su priorato en 1578, toda aquella comunidad inmensa, con más de cien frailes, estaba unida y en paz.
Fray Luis pensó ya, llegado a la última etapa de su vida, en retirarse a la paz contemplativa de la Cartuja de Porta-Coeli, pues su afán de oración y penitencia se hacían cada vez más acuciantes, y sin embargo, aunque ya no tenía cargos de importancia, continuamente le requerían de aquí y de allá, unas veces para predicar, otras para atender consultas, aquellos llegaban a solicitar su discernimiento de espíritus o su intercesión ante Dios, y no faltaban quienes buscaban en él ciertos milagros oportunos. Era una serie interminable de requerimientos. Finalmente, el consejo de sus amigos y su amor a la Orden, le retuvieron como hijo de Santo Domingo. También en esta ocasión la Providencia divina le sujetó bajo su guía, y no permitió que diera un paso en falso.
Aún tuvo fray Luis intervenciones públicas de gran importancia, como en 1579 el sermón de autos organizado por la Inquisición acerca de los iluminados de Valencia, un grupo de pseudomísticos. En ese mismo año, a requerimiento del virrey, que había sido consultado al efecto por Felipe II, hizo un informe sobre la posible expulsión de los moriscos, en el que San Luis reconocía que en parte habían sido forzados al bautismo: «aquello no fue bien hecho y pluguiera a Dios que nunca se hiciera». El problema era gravísimo, pues los moriscos «casi todos son herejes y aun apóstatas, que es peor,… y guardan las ceremonias de Mahoma en cuanto pueden».
Recordaremos aquí uno de los remedios que propone, pues sería hoy igualmente oportuno en no pocas ocasiones: «No se administre el bautismo a los niños hijos [de moriscos], si han de vivir en casa de sus padres, porque hay evidencia moral de que serán apóstatas como ellos, y más vale que sean moros, que herejes o apóstatas». Este dictamen fue refrendado por su buen amigo San Juan de Ribera, arzobispo de Valencia, en cartas al rey.
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.