Final en las Indias
Cuarenta y un años tenía San Luis cuando llevaba ya cinco años de apostolado en Nueva Granada. En el tiempo que le queda en América su labor misionera le hará adentrarse en las regiones más cerradas a la luz del Evangelio, en Cicapoa y Pelvato, en Cepecoa y Petua -donde, como vimos ya, sufrió aquel grave envenenamiento-, en los montes de Santa Marta, Mompoix y Tuncara, a veces en apostolado breve y de paso, y produciendo siempre unos frutos totalmente desproporcionados a su fuerza humana, pues se le ve flaco, enfermizo y cojo, los cabellos grises, los ojos casi ciegos. Lo que hizo San Luis Beltrán en su labor misionera, está claro, fue obra ante todo de Jesucristo, y a éste ha de darse la gloria y el honor por los siglos de los siglos.
Fray Luis está ya al final de su tiempo en América. Su salud, realmente, está hecha una miseria. Él, que en Valencia se confesaba más de una vez al día, ahora apenas tenía ocasión de confesar, como no fuera yendo a muchas leguas de distancia, y esto le afligía no poco, pues siendo tan seguro y certero en el discernimiento espiritual de los corazones ajenos, era, por permisión de Dios, sumamente inseguro y escrupuloso respecto de su propio corazón.
Por otra parte, siempre tuvo fray Luis graves problemas de conciencia en la atención pastoral de aquellos pecadores que eran españoles, pues con sus abusos escandalizaban gravemente a los indios paganos o recién bautizados. Podemos recordar sobre esto aquella ocasión en que San Luis asistía a un banquete ofrecido por las autoridades, y en el que participaban algunos encomenderos que él sabía crueles e injustos. En un momento dado, fray Luis «dixo a los encomenderos: ¿Quieren desengañarse de que es sangre de los indios lo que comen? Pues véanlo con sus propios ojos; y apretando entre sus mismas manos las arepas [de maíz], empezaron a destilar sangre sobre los manteles de la mesa. Asombrados, aunque no enmendados con suceso tan raro y prueba tan evidente, procuraron siempre ocultarlo todos los interesados».
Así las cosas, al final de su estancia en América, recibió una carta del obispo de Chiapas, en México, fray Bartolomé de las Casas, hermano suyo dominico. En ella le animaba a dedicarse a la conversión de los indios; «me consta que así lo hacéis con singular fruto». Y le ponía en guardia respecto de los cristianos españoles: «Lo que más quiero advertiros, y para eso principalmente os escribo, es que miréis bien cómo confesáis y absolvéis a los conquistadores y encomenderos, cuando no se contentan con los privilegios del rey y tratan tiránicamente a los naturales contra la expresa intención de su majestad».
Mucho debió angustiarle a fray Luis esta carta, que agudizaba sus propias preocupaciones morales. Y también debió pasar en esos momentos, dado su temperamento escrupuloso, muchas dudas y penas antes de llegar al convencimiento de que estaba de Dios que él pusiera fin a su labor misionera entre los indios. Sin duda que llegó a tal decisión sólamente cuando el Señor le dio conciencia moral cierta de que así convenía. Sólo entonces fray Luis pidió al padre General licencia para regresar a España, y la obtuvo. De tal modo que su último nombramiento como prior de Santa Fe quedó sin efecto.