Hermano enfermero
Una vez profeso, el hermano Martín fue nombrado enfermero jefe, dada su competencia como barbero, cirujano y entendido en hierbas medicinales. Con ayuda de otros enfermeros, él se llegaba a cada doliente, siempre jovial: «¿Qué han menester los siervos de Dios?». Apenas alguien necesitaba algo, fray Martín se personaba al punto, a cualquier hora del día o de la noche, de modo que los enfermos se quedaban asombrados, no sabiendo ni cuándo ni dónde dormía, ni cómo sacaba tiempo y fuerzas.
Fray Cristóbal de San Juan testificó que «a los religiosos enfermos les servía de rodillas; y estaba de esta suerte asistiéndoles de noche a sus cabeceras ocho y quince días, conforme a las necesidades en que les veía estar, levantándoles, acostándoles y limpiándoles, aunque se tratase de las más asquerosas enfermedades».
Esta caridad suya con los enfermos, continua, heróica y alegre, es el mayor de los milagros que San Martín obraba con ellos, pero al mismo tiempo es preciso recordar que los milagros de sanación por él realizados, ya en vida, fueron innumerables. Fray Martín solía distinguir con una precisión asombrosa, que iba más allá del ojo clínico, si una enfermedad era fingida o real, leve, grave o mortal. Y cuando él había de intervenir, preparaba sus brebajes, emplastos o vendajes, y decía: «yo te curo, Dios te sane». Los resultados eran muchas veces prodigiosos.
Normalmente los remedios por él dispuestos eran los indicados para el caso, pero en otras ocasiones, cuando no disponía de ellos, acudía a medios inverosímiles con iguales resultados. Con unas vendas y vino tibio sana a un niño que se había partido las dos piernas, o aplicando un trozo de suela al brazo de un donado zapatero le cura una grave infección. Estaba claro que Martín curaba con el poder sanante de Jesucristo.
El padre Fernando Aragonés, que fue primero Hermano cooperador, y ayudante de fray Martín en la enfermería, dio testimonio en el Proceso de beatificación de algunos milagros particularmente espectaculares. Contó, por ejemplo, que él se quedó un día con fray Martín amortajando a un religioso, fray Tomás, que acababa de morir. Pero fray Martín, después de rezar a un Crucifijo que había en la pared, llamó por tres veces a fray Tomás por su nombre, hasta que volvió a la vida. «Todo lo cual yo tuve por conocido milagro. Aunque por entonces callé por el ruido que pudiera causar. Dios permitió que lo callase por entonces para decirlo ahora en esta ocasión».
En otra ocasión, el obispo de la Paz, don Feliciano Vega, cuando iba a marchar a México, para cuya sede había sido elegido arzobispo, cayó gravemente enfermo. Los médicos le dijeron que se preparara a bien morir, y él así lo hizo. Entre los familiares que le cuidaban en su alcoba de moribundo estaba fray Cipriano Medina, a quien fray Martín había curado de grave enfermedad cuando estaba ya desahuciado por los médicos. El enfermo pidió entonces que se llamase a fray Martín, pero tardaron en encontrarlo y llegó bastante tarde. El Prelado le reprendió, y el santo Hermano hizo la venia, postrándose, sin levantarse hasta que el obispo dio una palmada.
Había en el cuarto familiares, médicos, damas y domésticos. El Obispo enfermo mandó luego a fray Martín que le diese la mano. Éste, que previó lo que se le iba a pedir, permanecía con las manos bajo el escapulario, y en un principio se resistía. «Traed la mano y ponedla en el sitio donde siento el dolor». El Hermano la puso, cesó en el enfermo todo dolor y quedó sano. Más tarde el Obispo quiso con toda insistencia llevarse a fray Martín consigo a México, y en un principio a éste le agradó la idea, pues desde México era más fácil pasar a las misiones de Filipinas, China o Japón, en las que siempre había soñado. Pero el Provincial no lo quiso permitir.
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.