San Francisco Solano, Superior de los franciscanos en Tucumán

En 1592 fray Francisco Solano fue constituído superior -custodio- de los franciscanos de la zona de Tucumán. El Comisario general del Perú, fray Antonio de Ortiz, pensó en él como el misionero más indicado para levantar el espíritu de los frailes instalados en conventos urbanos y de los misioneros encargados de doctrinas de indios, unos y otros no siempre ejemplares en su vida y ministerio. ¿Podría con el cargo un fraile tan especial como nuestro Santo?…

El padre Solano se dedicó, en los años 1592-1595, a visitar los centros franciscanos de su jurisdicción. Desde luego no era un custodio que desempeñara su oficio al modo ordinario. Al clérigo portugués Manuel Núñez Magro de Almeyda, que en él buscaba ayuda espiritual, una vez le confió con toda humildad: «Aunque yo soy custodio, no siento en mí las partes que se requieren para serlo. Y así, no uso de ello; ocúpome por estos montes en la conversión de estos indios».

En realidad, el Santo hacía lo que podía, es decir, era custodio franciscano a su modo, y sin duda hacía a su manera mucho bien. No siempre concede Dios a sus hijos obrar de modo ejemplar, pero siempre les da su gracia para que puedan obrar santamente.

Comenzó fray Francisco sus visitas en Talavera de Esteco, donde fue su comienzo misionero, y pasó por Salta, San Miguel de Tucumán, Santiago del Estero, Catamarca y Córdoba. Quizá se alargase a Buenos Aires y al Paraguay, que pertenecían también a la misma custodia; pero no hay sobre esto datos ciertos. Lo que sí es seguro es que en todos los lugares que visitó dejó la huella indeleble de su presencia fascinante.

Donde quiera que él estuvo, allí predicó, conmovió los corazones y habló de Dios con la gente. Aquí cantó y danzó en una procesión de la Virgen, allí hizo curaciones milagrosas, especialmente de niños, en otra parte descubrió fuentes, y siempre dejó a su paso amigos espirituales que nunca le olvidaron. Almeyda, el cura ya citado, que en él buscaba consejo y aliento, lo recuerda con emoción: «Todas las noches se sentaba el padre fray Francisco con el cura en una pampa, y le tenía tres horas, diciéndole cosas que le convenían… Tal era la eficacia de estas palabras, que luego que el santo se iba, para no apesadumbrarlo, se echaba en tierra y, besando la tierra donde había tenido los pies, veneraba al Señor y al mensajero que de su parte se las decía».

Y todo lo hacía siempre Solano con gran llaneza, con humor festivo, como en aquella noche en que, esgrimiendo «una gaita hecha de caña», le dijo a Almeyda con un guiño: «¿Queréis oír la mejor música que habéis oído en vuestra vida? Y le comenzó a tañer con ojos fijos en el cielo, haciendo con el cuerpo unos meneos que parecía que hablaba. Y jubilando, cantaba con una simplicidad que no acierta a declarar». Era su estilo humilde y llano. Cuenta Pedro de Vildosola Gamboa, que acompañó al Santo en muchas jornadas, que una vez «con una red que tenía y traía de ordinario consigo, y con un anzuelo, fue el padre fray Francisco al río. En otras tantas veces recogió pescado en tal cantidad que, habiendo más de doce españoles y más de otros tantos indios, fue bastante como para poder decirles que les había de dar de cenar. Y no había de llegar otro al fuego sino él. Remangándose los hábitos de los brazos, les hizo cenar. Y habiéndoles dado a todos muy aventajadamente, se retiró. Y debajo de una carreta sacó una mazorca de maíz, y esto solo fue su alimento».

Como es lógico, San Francisco Solano suscitaba muchas conversiones entre los españoles, marcaba en ellos huellas espirituales indelebles, y suscitaba en sus conversos no pocas vocaciones religiosas, como la del soldado Juan Fernández -fray Juan de Techada, que luego dejaría relatos sobre el Santo-, el capitán Pedro Núñez Roldán o el licenciado Silva, franciscanos más tarde en Lima. Los indios, por su parte, sentían por el padre Francisco, que les trataba en su lengua y con tanta bondad y alegría, verdadera fascinación.

Recordaremos aquí aquel Jueves Santo de 1593, en La Rioja, según testimonios de Almeyda y del capitán Pedro Sotelo. Se habían juntado cuarenta y cinco caciques paganos con su gente, y el pequeño grupo hispano estaba ya temiendo lo peor. Fray Francisco hace uno de aquellos sermones suyos, que eran capaces de conmover a las piedras. En la procesión penitencial, los españoles se disciplinan, ante la consternación de los indios, que están asombrados. Solano les explica, quién sabe cómo, que están queriendo participar de la pasión de Jesús. Finalmente, los indios comienzan también a azotarse. «Y el dicho padre fray Francisco Solano andaba con tanta alegría y devoción, como sargento del cielo entre los indios, quitándoles los azotes y diciéndoles mil cosas, toda la noche sin descansar, predicándoles y enseñándoles». Nueve mil de aquellos indios habría de recibir más tarde el bautismo.

¿Desempeñó bien el padre Solano su ministerio de custodio del Tucumán? No lo hizo, sin duda, de un modo ejemplar, es decir, que pueda ser norma para otros custodios. Pero cumplió, ciertamente, su ministerio santamente, y santificando a muchos, eso sí, a su aire, que era el soplo del Espíritu Santo en él. Se cuenta que en Paraguay pudo visitar al gran apóstol de la región, fray Luis Bolaños, su antiguo compañero, y que éste le dijo en la despedida: «Adiós, mi padre. Su Reverencia luego no más será santo, y yo me quedaré Bolaños».


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.