A los veintisiete años, en 1576, aquel fraile «no hermoso de rostro, enjuto y moreno», como le describe un testigo, canta en Loreto su primera misa, y comienza diversos ministerios como predicador y confesor, catequista y maestro de novicios. En 1580 ha de regresar al convento de San Laurencio de Montilla, pues su madre, viuda desde el año anterior, que estaba ciega, necesitaba de su proximidad. Allí sigue predicando, pidiendo limosna y haciendo de enfermero en una peste. Poco después, ha de ir como vicario y maestro de novicios al famoso convento de Arrizafa, marcado por la memoria de San Diego de Alcalá.
Allí pudo enseñar a los novicios, entonces dados a franciscanas penitencias, que la mortificación más grata a Dios era «tener paciencia en los trabajos y adversidades, y mayormente cuando eran de parientes, amigos o religiosos, porque ésta venía permitida de la mano de Dios». Y allí ejercitó también su amor a los enfermos. Si a los enfermos les enseñaba que «la oración engorda el alma», también les hacía ver que «estar con los enfermos y servirlos era precepto de la Regla; y que más quería estar por la obediencia con los enfermos que por su voluntad en la oración».
El paso siguiente nos lo muestra de guardián en Montoro, villa cordobesa, agarrada en 1583 por la peste y el pánico colectivo de la muerte. En aquella ocasión, Francisco y fray Buenaventura Núñez se entregan con una caridad heroica, cuidando enfermos, consolando y enterrando. Buenaventura muere apestado a las pocas semanas, y Francisco contrae las landres. Por eso cuando uno le saluda: «¿Dónde va bueno, padre Francisco?», él responde con santo humor negro: «A cenar con Cristo, que ya estoy herido de landres». Pero Dios le sana y continúa dándole vida.
En ese año, 1583, se crea la provincia franciscana de Granada, cuyo corazón va a estar en el venerable oratorio de San Francisco del Monte. Y allí va Solano, como primer maestro de novicios de la nueva provincia. En aquel nido de águilas famoso, santificado por el recuerdo de los mártires Juan de Cetina y Pedro de Dueñas, y de tantos otros santos frailes, fray Francisco, orante y penitente, predicador y amigo de los niños, cantor y poeta, educa en el amor de Cristo a sus novicios, y trata con los vecinos amigablemente.
En 1586 le nombran guardián de este noviciado, y algunos pintores, amigos suyos, decoran gratuitamente los claustros del convento. No es el padre Francisco un guardián imponente y formalista. Él es un hombre sencillo y alegre, y la santidad no cambia su modo de ser, sino que lo purifica, libera y perfecciona. Es sencillo: «Hacía todos los oficios de casa, tal como lo hacen los demás frailes, sin tener consideración a que era guardián o prelado». Y es alegre, siempre alegre: «Siendo guardián, danzaba en el coro y a la canturía mayor y menor, lo que no hacen los guardianes». Obviamente.
En todo caso, aún han de ser requeridos sus peculiares servicios en la vega de Granada, en San Luis de Zubia. Pero ya se va acercando el momento de su partida. Tiene fray Francisco cuarenta años, y el Señor lo ha fortalecido e iluminado suficientemente como para enviarlo a evangelizar en las Indias. Ahora comienza lo mejor de su vida.
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.