Religiosidad
Los incas asumen los cultos de los pueblos vencidos, al mismo tiempo que les imponen su religión de Estado. Se produce, pues, una subordinación de las religiones tribales a la religión solar de los incas. Un dios Creador, Viracocha o Pachacamac, invisible, incognoscible e impensable, está desde los orígenes legendarios por encima del dios Sol y de los diversos ídolos. Garcilaso de la Vega, hijo de un capitán español y de una india noble (1539-1616), en cuanto «indio católico por la gracia de Dios», asegura que Pachacamac (pacha, mundo, cama, animar) es ciertamente el Creador, «la divinidad suprema que da la vida a los seres y al universo» (Comentarios Reales II,6; +Acosta, Hist. natural VI, 19; 21).
Este elevado culto, sin embargo, queda de hecho limitado a las clases superiores, en tanto que el pueblo venera las huacas, nombre con el que se designan todas las sacralidades fundamentales, ídolos, templos, tumbas, momias, lugares sagrados, animales, aquellos astros de los que los ayllus (clanes) creían descender, los propios antepasados, y en fin, la huaca principal, el Sol. Incluso los incas «adoran los árboles de la coca que comen ellos y así les llaman coca mama [la coca ceremonial]» (Guamán 269).
El mundo de los incas, a diferencia del de los aztecas, apenas produjo notables lugares de culto, fuera del conjunto de templos de Tiahuanaco o del Cuzco. Poseía, eso sí, al modo de los aztecas, un importante cuerpo sacerdotal, numeroso y fuertemente jerarquizado. Y el Inca, como hijo del dios Solar, era la suprema autoridad religiosa.
Por lo demás, en el imperio inca, como en el azteca, toda la vida cívica se ve enmarcada en una sucesión de fiestas religiosas: se practica la confesión de los pecados, se celebran mortificaciones, ayunos y oraciones solemnes, hay ceremonias para la interpretación de signos fastos o nefastos, y también a veces embadurnan las huacas e imágenes divinas con la sangre de las víctimas sacrificadas. Especial importancia tiene también en la religiosidad de los incas la exposición de las momias de los antepasados en fiestas públicas o domésticas.
Sacrificios humanos
Al parecer, los incas en sus sacrificios religiosos ofrendaban normalmente víctimas sustitutorias, como llamas. Garcilaso y el jesuita Blas Valera (1548-1598), experto en quechua e historia del Perú, niegan que practicaran sacrificios humanos.
Pero, como dice Concepción Bravo Guerreira, «numerosas informaciones, corroboradas por estudios arqueológicos, nos permiten afirmar que, aun cuando no fue muy usual, esta práctica no fue ajena a las manifestaciones religiosas de los incas. Las víctimas humanas [copaccochas], niños o adolescentes sin mácula ni defecto, eran sacrificadas con ocasión de ceremonias importantes en honor de divinidades y huacas, y también para propiciar buenas cosechas o ahuyentar desastres de pestes o sequías» (AV, Cultura y religión 290; +271). Recientes investigaciones, hechas en la región selvática sureste del Perú, han comprobado en ciertas tribus la persistencia actual del sacrificio ritual de doncellas (25-5-1997).
Guamán Poma de Ayala, cuando describe al detalle el Calendario cívico-religioso de los incas, hace ver que los sacrificios humanos se producían entre los incas -no precisa la época- de forma ordinaria; así, por ejemplo, en la fiesta Ynti Raymi de junio (N. crónica 247), en la Chacra Yapuy Quilla (mes de romper tierras) de agosto (251) o en la Capac Ynti Raymi (fiesta del señor Sol) (259). El Inca supremo es quien ordenaba las normas de estos sacrificios (265, 273), y los tocricoc (corregidores) y michoc incas (jueces) debían rendirle cuentas de su fiel ejecución (271).
Antropofagia
No es posible en algunas cuestiones hacer afirmaciones generales acerca del imperio inca, dada su enorme extensión y la relativa tolerancia que mantenía hacia los cultos y costumbres de las tribus sujetas.
Hay, sin embargo, «datos suficientes -escribe Salvador de Madariaga- para probar la omnipresencia del canibalismo en las Indias antes de la conquista. Unas veces limitado a ceremonias religiosas, otras veces revestido de religión para cubrir usos más amplios, y otras franco y abierto, sin relación necesaria con sacrificio alguno a los dioses, la costumbre de comer carne humana era general en los naturales del Nuevo Mundo al llegar los españoles. Los mismos incas que, si hemos de creer a Garcilaso, lucharon con denuedo contra la costumbre, se la encontraron en casi todas las campañas emprendidas contra los pueblos indios que rodeaban el imperio del Cuzco, y no consiguieron siempre arrancarla de raíz aun después de haber conseguido imponer su autoridad sobre los nuevos súbditos».
«Sabemos por uno de los observadores más competentes e imparciales, además de indiófilo, de las costumbres de los naturales, el jesuita Blas Valera, que aún casi a fines del siglo XVI, “y habla de presente, porque entre aquellas gentes se usa hoy de aquella inhumanidad, los que viven en los Antis comen carne humana, son más fieros que tigres, no tienen dios ni ley, ni sabe qué cosa es virtud; tampoco tienen ídolos ni semejanza de ellos; si cautivan alguno en la guerra, o de cualquier otra suerte, sabiendo que es hombre plebeyo y bajo, lo hacen cuartos, y se los dan a sus amigos y criados para que se los coman o vendan en la carnicería: pero si es hombre noble, se juntan los más principales con sus mujeres e hijos, y como ministros del diablo, le desnudan, y vivo le atan a un palo, y con cuchillo y navajas de pedernales le cortan a pedazos, no desmembrándole, sino quitándole la carne de las partes donde hay más cantidad de ella; de las pantorrillas, muslos, asentaderas y molledos de los brazos, y con la sangre se rocían los varones, las mujeres e hijos, y entre todos comen la carne muy aprisa, sin dejarla bien cocer ni asar, ni aun mascar; trágansela a bocados, de manera que el pobre paciente se ve vivo comido de otros y enterrado en sus vientres. Las mujeres, más crueles que los varones, untan los pezones de sus pechos con la sangre del desdichado para que sus hijuelos la mamen y beban en la leche. Todo esto hacen en lugar de sacrificio con gran regocijo y alegría, hasta que el hombre acaba de morir. Entonces acaban de comer sus carnes con todo lo de dentro; ya no por vía de fiesta ni de deleite como hasta allí, sino por cosa de grandísima deidad; porque de allí adelante las tienen con suma veneración, y así las comen por cosa sagrada. Si al tiempo que atormentaban al triste hizo alguna señal de sentimiento con el rostro o con el cuerpo, o dio algún gemido o suspiro, hacen pedazos sus huesos después de haberle comido las carnes, asadura y tripas, y con mucho menos precio los echan en el campo o en el río; pero si en los tormentos se mostró fuerte, constante y feroz, habiéndole comido las carnes con todo el interior, secan los huesos con sus nervios al sol, los ponen en lo alto de cerros, los tienen y adoran por dioses, y les ofrecen sacrificios”» (Auge y ocaso 384-385). Escenas semejantes describe Cieza de León en 1537, como vistas por él mismo en la zona de Cali y de Antioquia, al extremo norte del imperio incaico (Crónica del Perú cps. 11-12, 19, 26, 28).
Por otra parte, en algunas regiones del imperio inca la antropofagia se hace necrofagia. Cuando Guamán refiere las ceremonias fúnebres propias de los Anti-Suyos, escribe: «son indios de la montaña que comen carne humana. Y así apenas deja el difunto que luego comienzan a comerlo que no le dejan carne, sino todo hueso… Toman el hueso y lo llevan los indios y no lloran las mujeres ni los hombres, y lo meten en un árbol que llaman uitica, allí lo meten y lo tapan muy bien, y de allí nunca más lo ven en toda su vida ni se acuerdan de ello» (N. crónica 292).
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.