En el auge de la Teología de la Liberación no faltaron los que pensaban que hablar del “cielo” era una especie de “espiritualización” que nos alejaba de los problemas y dolores concretos de la vida presente. Surgieron por ello versiones del Padrenuestro que hablaban del Dios que está en los pobres, o “en los que aman la verdad.” Aunque hubiera algo correcto en ese intento, lo cierto es que quienes tales cambios proponían parecen haberse equivocado de religión. Para la mitología griega, por ejemplo, el Olimpo sí que era un lugar exclusivo, propio para unos dioses lejanos, egoístas y temperamentales. Dioses a los que había que arrebatarles con astucia sus dones, como hizo Prometeo con el fuego, que por ello fue horriblemente castigado. Hablar de un dios en el Olimpo era hablar de un dios distante con el que a lo sumo era posible negociar, sobre todo para evitar daños y problemas. El Dios de la Biblia es distinto. No es egoísta sino generoso. No esconde los dones sino que los envía. No se protege sino que nos defiende. No se aparta sino que envía a su propio Hijo. El Dios de la Biblia es poderoso sin envidia, y su Cielo es la expresión de una soberanía que no dejará impune la maldad y los abusos de los poderes de esta tierra. Negar el Cielo de Dios es negar la esperanza última de justicia para toda la Humanidad.