El amor es el sello propio de todo lo que Jesucristo hace, dice y padece. Ese amor nos introduce en la logica de la gracia, o de la gratuidad, porque no es un amor que esté esperando de nosotros un pago sino que se ofrece a manera de regalo, en continuidad con el hecho mismo de que fuimos creados solamente por razón de amor.
Ese es el mismo amor que recibimos como Don propio con la efusion del Espíritu Santo, según enseña San Pablo en el capítulo quinto de la carta a los romanos. Y por consiguiente ese amor es el carisma por excelencia, el carisma que hace posibles todos los otros carismas.
Guiados por ese amor, salimos de la obsesión por nuestro propio progreso o salvación, como algo aislado; marcados en cambio por ese amor ponemos en primer lugar los intereses de Jesucristo y el bien mismo de su Cuerpo, que es la Iglesia.
Esto es lo característico del Don de profecía que el mismo apóstol Pablo destaca en los capítulos 12 y 14 de su primera carta a los Corintios. Y de ahí la profunda relación entre una vida marcada por la caridad y una vida ungida por el don de profecía.