Guatemala
Llegado a La Habana, estuvo Pedro acogido por más de un año en la casa de un buen clérigo natural de Tenerife, y anotó por entonces en un cuadernito de memorias: «Me puse a oficio de tejedor a cuatro de setiembre de 1650 años». Pero él sentía que no era aquel el lugar donde debía quedarse, y embarcó para Honduras cuando hubo ocasión. Y una vez en tierra, en cuanto escuchó la palabra Guatemala reconoció en ella su destino: «A esa ciudad quiero ir. Me siento animado a encaminarme a ella luego que he oído nombrarla, siendo así que es ésta la vez primera que oigo tal nombre».
Inmediatamente se puso en camino a pie. Guatemala, dentro del Virreynato de México, era entonces una Audiencia presidida por un gobernador, que era también capitán general. Y atravesando Pedro aquellos paisajes tan hermosos, presididos por la majestad de los volcanes, pudo recordar sus amadas islas Canarias.
Llegó por fin un día a los altos de Petapa, sobre el valle de Panchoy, y besó la tierra arrodillado, como si fuera ya consciente de haber avistado la tierra prometida donde le quería Dios. Rezó la Salve Regina y, encomendándose a la Virgen, siguió su camino hacia la capital, Santiago de los Caballeros, a la que llegó el 18 febrero de 1651, hacia las dos de la tarde. Y en ese momento, justamente cuando Pedro de rodillas besaba la tierra, se produjo el gran temblor que registran las crónicas…
La gran ciudad
La hermosa ciudad de Santiago de los Caballeros de Guatemala conoció cuatro lugares diversos. Don Pedro de Alvarado, capitán de Cortés, en 1524, fundó la ciudad en el lugar llamado Tecpán Goathemalán, consagrándola al apóstol Santiago, y colocándola bajo la protección de la Virgen del Socorro, primera escultura llegada de España.
El mismo Alvarado volvió a fundarla en 1527, en el valle de Almolonga, donde fue arrasada en 1541 por el volcán Hunapuh. La tercera situación de la ciudad, en 1542, fue en el valle de Panchoy, a donde llegó el Hermano Pedro. Destruída dos siglos después por el terremoto de 1773, fue refundada en el valle de la Ermita en 1776.
Aquella capital tenía a mediados del XVII, cuando llegó Pedro, un ambiente muy religioso, por un lado, y muy profano, por otro. Diez conventos de varones y cuatro de religiosas, cinco ermitas y veinticuatro templos daban a la ciudad, con otros nobles edificios, una fisonomía realmente hermosa. Era por entonces aquella capital la segunda ciudad de América, después de México, y en ella se mezclaban santos y pícaros, gran riqueza y gran miseria, piadosas procesiones y peleas de gallos famosas en todo el continente…
Primeras impresiones
Como hemos dicho, apenas entraba Pedro en la capital, cuando tembló la tierra, y sus convulsiones produjeron daños y víctimas. El mismo se sintió agotado del viaje y enfermo, y así vino a dar en el Hospital Real de Santiago. Entonces, pobre y sin amigos, tuvo Betancur el primer contacto con el dolor y la miseria de Guatemala, y pudo conocer también de cerca el doloroso abandono de muchos pobres indios y negros…
Era entonces costumbre de caballeros visitar los Hospitales, para prestar en ellos su ayuda. Y así fue como el capitán Antonio Lorenzo de Betancur vino a conocer en el Hospital a un inmigrante de su mismo apellido. No eran parientes sino en grado muy remoto, pero cuando Pedro sanó, el capitán le recibió en su casa.
En seguida visitó la iglesia de San Francisco, y en ella tomó de confesor al padre Fernando Espino, natural de Guatemala, excelente religioso, comisario entonces de los Terciarios franciscanos. De acuerdo con él, dejó la casa de su pariente, y para poder llevar una vida más orante y penitente, pasó a comer como pobre en la portería de San Francisco, alojándose de noche en la ermita del Calvario o en el claustro alto de los franciscanos.
Obrero y estudiante
También por indicación del padre Espino, trabajó como obrero desde la cuaresma de 1651 en la fábrica de paños del alférez Pedro de Armengol, retomando así su oficio de tejedor principiante. Allí entabló gran amistad con el hijo del dueño, también de nombre Pedro, que sería más tarde sacerdote. El joven Armengol, que se hizo a un tiempo su amigo y su maestro, le prestaba libros espirituales, como el catecismo de Belarmino y la Imitación de Cristo, y le ejercitaba en la lectura y escritura.
Ya por entonces se entregaba Pedro a largas oraciones y numerosas penitencias, sobre todo de ayunos. Comía una vez al día, y ayunaba del jueves al mediodía hasta el sábado a la misma hora. En las noches del jueves al viernes hacía de nazareno voluntario, y cargaba una cruz llevándola hasta el Calvario. A fines de 1653 ingresó en la Congregación mariana de los jesuitas y se hizo hermano de la cuerda en San Francisco, y al año siguiente ingresó en la hermandad de la Virgen del Carmen.
Una vida tan penitencial y devota suscitaba en sus compañeros de fábrica ironías y burlas o comentarios de admiración y simpatía. Aquella era, por lo demás, una fábrica un tanto especial, en la que unos cuatrocientos hombres pagaban por sus delitos, en un régimen que hoy decimos de redención de penas por el trabajo. Con el tiempo estos hombres llegaron a estimar a Pedro, y más de uno se acercó al Señor por su ejemplo y su palabra.
Dudas y fracasos
Ya por entonces Pedro de Betancur comenzó a recibir dirección espiritual del padre jesuita Manuel Lobo, y se propuso tomar el camino del sacerdocio. A sus 27 años, alternaba el trabajo en la fábrica, los estudios de latín en el Colegio de los jesuitas y sus frecuentes visitas a los hospitales para servir en ellos a los más necesitados.
De estos años de estudiante se guarda este apunte suyo: «Desde hoy, día de Pascua del Espíritu Santo. Mayo 24 de 1654. A honra de la Pasión de mi Redentor Jesucristo -Dios me dé esfuerzo- cinco mil y tantos azotes de aquí al Viernes Santo. Más todos los días al Calvario, y si no pudiere, en penitencia, una hora de rodillas con la cruz a cuestas. Más he de rezar en ese tiempo cinco mil y tantos credos»…
Pedro, siguiendo tan dura ascesis, se desvivía por entregarse a Dios entero, sin saber todavía apenas cómo. Pero las cosas iban mal. Entre fábrica y colegio, hospitales y devociones, apenas dormía, y lo que era peor: sus progresos en las letras eran mínimos. Hubo de ir a sentarse en la escuela al banco ignominioso de los torpes, ganándose así el título de modorro. Como decía su biógrafo Montalvo: «En la devoción, águila, y en las letras, topo».
Y aún se complicaron más las cosas cuando el patrón Armengol, después de algunas indirectas, un día le propuso abiertamente que se asociara al negocio de la fábrica y que se casase con su hija. Pedro, que en su ingenuidad, no había advertido las insinuaciones de la muchacha, quedó anonadado y tuvo que explicar sus intenciones de consagrarse al Señor.
Así las cosas, tuvo que dejar su casa y trabajo, y pasó a vivir en casa de don Diego de Vilches, oficial de sastre, también oriundo al parecer de Tenerife. Pensaba Pedro que, con menos trabajos, podría salir adelante con su latín, pero ni así. Finalmente, tuvo que abandonar los estudios y renunciar al sacerdocio.
Vivir la doctrina de la cruz, dejándolo todo
Dejó entonces Pedro la casa de Vilches, y subiendo por el camino que le trajo unos años antes a la ciudad, se fue al pueblecito de Petapa, donde en una ermita de los dominicos recibía culto muy devoto la Virgen del Socorro. Allí fue a pedir luz a la santísima Virgen, la que es Madre del Buen Consejo, pues no sabía ya qué rumbo darle a su vida. Y fue allí donde recibió la iluminación interior que buscaba. Debía regresar a Guatemala, y dedicarse al servicio de Dios, dejándolo todo.
De vuelta a la ciudad, el padre Espino le mandó a vivir en el Calvario, y allí recibió un día la visita de aquel anciano misterioso que ya le había orientado en Tenerife: «No os canséis, Pedro, con estudiar, que no es eso para vos. Andad y echáos el hábito de la Tercera Orden y establecéos en el Calvario. ¿Qué mejor retiro para servir a Dios que ése?»
Otro día encontró Pedro en el Calvario a un cristiano muy bueno y piadoso, don Gregorio de Mesa y Ayala, que allí solía ir a rezar. Este hombre de pocas palabras, señalándole el crucifijo, le explicó la doctrina de la cruz. Y Pedro escribió aquellas normas de vida en cuatro hojas de un cuadernillo, y las meditó con frecuencia con el vivo deseo de vivirlas:
«Cuando nos sucede alguna aflicción hemos de entender que aquello es la Cruz de Cristo y hacer cuenta que nos la da a besar.
Cuando hicieras alguna cosa, has de entrar en consulta interiormente y ver por qué lo haces: si por agradar a Dios o al dicho de los hombres, porque suele ser el demonio entrar por la vanidad. Hazlo para honra y gloria de Dios. Si haces tus cosas fuera de Dios, perdido vas.
«Si deseas padecer por Cristo, y te dicen algo escabroso y te azoras, advierte que ésa es la escuela de Dios y donde aprenden los humildes. Y aunque te digan lo que quisieren, nunca te quejes a nadie, sino a Dios.
«Es que disculpa, Dios lo culpa. El que se culpa, Dios le disculpa. Cuando pensares que no eres nada, entonces eres algo.lo que se haga en todo la voluntad de Dios.
«Ten siempre devoción de encomendar a Dios a los que nos ofenden de obra o de palabra, porque el que esto hiciere cumple con el Evangelio.
«Procura siempre el más bajo lugar y asiento y humíllate en todo por Dios.
«Recréate siempre con la cruz de Cristo: todo el deseo del siervo de Dios ha de ser con Cristo.
«Persuádete, hombre, que no hay más de dos cosas buenas, que son: Dios y el alma» (Mesa 71-72).
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.