La búsqueda de la unidad de los cristianos no es algo opcional. Forma parte de nuestro ser de discípulos del Señor, que oró con palabras de inequívoco significado: “¡Que sean uno!” (Juan 17)
El camino hacia la unidad no es sencillo ni parece breve. Y es ahí donde puede hacer su aparición la impaciencia, que tiene dos vertientes principales.
Es impaciencia la desesperación que ve como imposible toda futura unión y que por ello mismo desea frustrar desde el principio todo esfuerzo de comunión. En ocasiones esta desesperación se reviste de buenas maneras como cuando se dice: “Si un hereje protestante viene arrepentido a mi confesionario y reconoce con dolor su apostasía y herejía, no tengo inconveniente en darle la absolución.” Nadie duda de que ese es un escenario de reconciliación con la Iglesia Católica pero pretender que todas las conversiones deban darse de esa forma es asumir una postura al mismo tiempo arrogante y cómoda. Es algo así como desesperar de todo esfuerzo real de acercamiento.
Hay otra forma de impaciencia ecuménica, que está en las antípodas de la ya mencionada, a saber, el caso en el que la prisa por declarar la unidad crea la ficción de que ya estamos unidos. Para comprender por qué estas uniones aceleradas inducen a confusión es bueno recordar las dimensiones que supone una separación en la Iglesia.
Hay una dimensión doctrinal y teológica, que básicamente corresponde a la pregunta: ¿Creemos lo mismo? No se trata sólo de generalidades. Como bien explica Santo Tomás de Aquino (cf. Suma Teológica II-II, q.5, a. 3), en la fe no hay materia de escogencia porque el que escoge qué creer no cree en razón de Dios, sino en razón de su criterio, y por eso tal acto está vaciado en su origen del contenido del acto propio de la fe católica. Dicho de otro modo, no hay ecumenismo mientras no haya libre asentimiento y obediencia de la voluntad frente al contenido de la fe, como la hemos recibido de los apóstoles y como la ha predicado la Iglesia. No puede haber verdadera unidad entonces con aquellos que niegan la Inmaculada Concepción, o el sacerdocio ministerial como esencialmente distinto del sacerdocio bautismal, o la verdad de la resurrección corporal del Señor, o la existencia de los espíritus puros, sean ángeles o demonios.
Hay una dimensión litúrgica y celebrativa, que corresponde a la pregunta: ¿Celebramos el mismo misterio? Esta es la razón por la que no hay intercomunón con los evangélicos o con los pentecostales. Algunos de estos grupos dicen estar celebrando lo que ellos llaman la “Cena del Señor” pero quien preside tales celebraciones es un “pastor” que en términos de sacramentos es un laico más, y por tanto no tiene potestad, facultad ni delegación para confeccionar el sacramento eucarístico, de modo que lo que ellos comen es pan en memoria de Cristo, no a Cristo mismo. Su celebración no es la Eucaristía.
Hay una dimensión canónica y jurídica, que corresponde a la pregunta: ¿Quién y cómo ha recibido de Cristo la potestad para pastorear esta parte de su rebaño? En efecto, puesto que está claro que somos pueblo adquirido a precio de su sangre (cf. 1 Corintios 6,20), siempre es necesario explicar por qué unos seres humanos manifiestan potestad o alegan derecho a regir a otros seres humanos, que no son suyos sino de Cristo. La explicación que da la Escritura es que tal encargo viene de Cristo (Efesios 4,11) y pasa por los apóstoles (Lucas 10,16), y no de modo igual sino dando a Pedro en particular el encargo de confirmar en la fe a sus hermanos (Lucas 22,32) y servir así como pastor del rebaño mismo del Señor (Juan 21,15-17). Estos datos de la Escritura no pueden entenderse como letra muerta o como alegoría abstracta. La Iglesia los ha entendido como una potestad real que en términos de leyes se llama “jurisdicción.” De modo que no puede haber ecumenismo pleno sin el reconocimiento de la potestad de jurisdicción inmediata del Sucesor de Pedro. es algo que ni siquiera el mismo Sucesor de Pedro puede cambiar porque no lo ha creado ni instituido él mismo.
Las tres dimensiones mencionadas: doctrinal, litúrgica y jurisdiccional, constituyen el núcleo de lo que puede llamarse “ecumenismo real,” es decir, el camino de unión real entre los cristianos.
Sin embargo, como una preparación, a veces remota, de ese ecumenismo deseable, existen también los “signos de acercamiento” que constituyen un cuerpo extenso de actos, declaraciones, tomas de posición o incluso celebraciones que ayudan de muchos modos en la tarea de quitar prejuicios, clarificar el lenguaje y por consiguiente facilitar el diálogo. Los abrazos, las fotos, el cantar o proclamar juntos alguna parte de la Escritura, el declarar juntos que queremos avanzar en la unidad, el anunciar el rechazo común a formas particularmente perniciosas de opresión social, como es la ideología de género: todo esto no carece de importancia pero sencillamente no es todavía ecumenismo real.
Una comparación un poco brusca puede ayudar a explicar la diferencia entre ecumenismo real y signos de acercamiento. Supongamos que un hombre deja a su esposa y se va con otra mujer. Esto ocasiona una catarata de insultos, amenazas y demandas. Pasado un tiempo, los que estuvieron casados deciden, pensando en el bien de los hijos, y además tratando de no hacerse más daño, que no sirve de nada insultarse y derramar más maldiciones. De modo que tienen un encuentro tranquilo en un centro comercial, hablan de diversos temas e incluso se toman una foto. Es mejor eso que nada pero cualquiera entiende que el problema de fondo sigue sin arreglarse.
Por eso decimos: de la impaciencia ecuméncia, ¡líbranos Señor!